Revista Talentos

Una pegatina en el metro y una declaración de amor.

Por Majelola @majelola

Cuando viajo en metro acostumbro a leer esas pegatinas de los vagones que muestran algunos párrafos de buena litertura española. Raro ha sido que después de este aperitivo no me haya quedado con ganas de remendar el festín, pero hubo un día que recuerdo especialmente. Viajaba de pie, junto a la puerta automática. Junto a ella había una de éstas láminas ilustradas y me dispuse a leerla. La primera frase me entró directa como un cuchillo. Era un texto de Francisco Umbral: MORTAL Y ROSA.

Al escritor, ya en la cuarentena, se le murió su único hijo de leucemia, con seis años. Durante el último año de vida Umbral escribió un diario, según la crítica el mejor trabajo de su vida y una de las obras maestras del siglo XX. No exageran. Después de leer aquel único párrafo salí del metro dispuesta a comprarlo. Tuve suerte; en la librería más cercana quedaba un ejemplar de bolsillo.

Una pegatina en el metro y una declaración de amor.

Mi intención era leerlo de un tirón, mas a pesar de no tratarse de un libro muy extenso, tardé varias semanas en concluirlo. Lo tomaba a ratos, era el libro quien dominaba, y llegado el punto preciso me obligaba a hacer un alto. Demasiado exquisito, demasiado intenso el sabor para tragarlo a bocados impacientes. Había que masticar despacio.

No sé muy bien cómo definir el género: algunos lo han llamado novela, otros poesía, prosa lírica, filosofía poética, ensayo, poesía en prosa. Umbral se decantó por ésta última acepción. Yo lo único que sé es que nunca olvidaré su lectura, que la retomaré en momentos de calma, distanciados, porque cada párrafo basta para inundar la mente de preguntas y de asombro.

No estoy de completo acuerdo con el autor en parte de su discurso, pero me reconozco afín en otra. Es un texto íntimo de desnudeces, una oscuridad prendida en fogonazos, un silencio herido de gritos, una desesperación que se embrida fatalmente en la contemplación de una realidad inmune a la erosión de todos los gritos y de todo el silencio. El dolor definitivo de la impotencia absoluta.

Tengo el libro lleno de marcas; empecé de ese modo, como suelo hacer, pero luego comprendí lo absurdo. Cada página tendría la esquina doblada, donde la única marca posible era la totalidad. Casi llegando al final me reencontré con la frase que había llamado mi atención en el metro. Aparté el libro, cogí el móvil y abrí el wasap de Verónica:


-Terminando Mortal y Rosa he llegado a la frase que según te dije, me impulsó a comprar el libro:

"Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú."

-Yo quiero apropiarme de estas palabras, y dejártelas dichas antes de que la nada me lleve.

Lloré. Al fin, alumbrada de otra mente y de otra pluma había entregado mi verdad. Milagros de la literatura. Porque la última y definitiva verdad -en padres normales y sanos- es siempre la de un hijo. Tan simple, tan real. Sólo por ellos no se pestañea al dar la vida. Por los demás puede uno inmolarse, pero siempre antecede al menos, una efímera duda. Por un hijo jamás.

Ella tardó unos minutos en responder:

-Es lo mejor que me han dicho nunca.

Cerré el libro y dejé las últimas páginas para más tarde; aquel día ya estaba todo hecho.

Una pegatina en el metro y una declaración de amor.


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