La lapa se empezó a sentir inquieta. Nerviosa. Notaba que algo estaba cambiando en el mar. Era otro olor, otro ruido. Llevaba tiempo que aunque todo parecía en calma, algo pasaba, aunque quizá lejos aun. Pero le llegaba. Le hacía permanecer expectante. Ahora sí, ahora, lo que quiera que fuese, se estaba acercando. Notó como la ola iba rompiendo cada vez más cerca. Primero en los dos pequeños montículos que anticipaban la pequeña playa. Luego en la propia playa. Así estuvo un rato. La ola cada vez se acercaba un poco más. Luego volvía a alejarse. Una y otra vez, sin solución de continuidad. De pronto, la cresta fue a chocar justo contra ella. Fue una sensación de ambivalencia. Por un lado el pequeño susto por lo inesperado y por otro, una agradable sensación de humedad que buena falta le hacía. Volvió a romper otra vez justo encima. Y otra más. Hasta siete veces seguidas. Cuando ya estaba a punto de dejarse ir, sintió que el agua volvía a lamer la playa. Luego la sintió romper contra la oquedad que había justo encima de ella y al resbalar, volvía esa inquietante y agradable humedad. De repente, la ola volvió a golpearla directamente, y otra vez, y otra. Estaba a punto de dejarse ir cuando notó que de nuevo se retiraba hacia la playa y hacia los dos montículos. Sintió que la ola se demoraba. Esperó nerviosa que volviera a golpearla. Temiendo e implorando. Incluso pareció hincharse desafiante cuando notó a la ola golpear en la oquedad y al retirarse pasar por encima de ella. Y cuando más hinchada estaba ¡zas! la ola en todo lo alto. Una, dos, tres… perdió la cuenta de las veces que la ola le golpeó directamente. Hasta que, ya sin fuerzas, supo que era el final. Intentó resistir sabiéndose perdida de antemano y por fin, en un último golpeo, ni siquiera el más intenso, se dejo arrastrar.
Y se fue, se fue, se fue…