
Hace muchos años, tuve una pequeña conversación con un extraño. Era algo mayor, lo suficiente para parecer sabio, e intentaba que su perra no se lanzara al agua. "Ella aún no se ha bañado nunca" -me informó-, "pero con el otro venía cada semana". Pensar en "ese otro" lo llevó a sentenciar: "Tener un perro es como vivir con un niño de dos años, que no crece, durante una década".
El duelo por un animal existe. Cada vez se anima más a quienes han perdido a un "peludito" de la familia a mostrar tristeza sin vergüenza y a buscar ayuda cuando lo necesiten. La vida se construye de pérdidas y son muchas las personas que me encuentro y que dicen aquello de "lo pasé tan mal que no volveré a vivir con una mascota". Respeto a todas y cada una de ellas, al proceso vital en el que estén y también a que puedan cambiar de idea en un futuro, o no. Yo siempre pensé que la pérdida era inevitable, pero no iba a quitarme las ganas de recibir y dar amor a los animales que para mí son el sentido de la vida. Así que aquí estamos, diez meses después, llorando todavía lágrimas de sal por el que se fue y compartiendo las mismas aguas que han viajado desde entonces y que vuelven a la costa, en un bucle que sí es inmortal (al menos hasta que el cambio climático diga lo contrario). Tras un primer baño, parece que el amor por el mar va a ser el mismo. Y mi tendencia a la fantasía me dice que algo de energía queda por ahí, pululando, colocando una piedra en forma de pelota cerca de las juguetonas patas de una cachorra.
