Revista Cultura y Ocio
Charles Bukowski sigue siendo uno de mis autores de cabecera. Sin embargo, nunca debí hacerle caso cuando criticaba a Thomas Wolfe. Las diatribas de Buk sobre Wolfe me mantuvieron apartado de este autor durante años. Hace poco quise intentarlo y leí El niño perdido, que me gustó mucho, y ahora hago lo propio con Una puerta que nunca encontré. Ambas novelas son breves y autobiográficas y han sido traducidas por Juan Sebastián Cárdenas y editadas por Periférica. Thomas Wolfe es legendario por sus tochos. Por eso prefería empezar por algo menos ambicioso, con menos páginas. Ya recomendé el primer título citado y hoy recomiendo el segundo (y ya he comprado sus dos célebres mamotretos para empezar a leerlos un día de éstos: El ángel que nos mira y Del tiempo y el río y he encargado su ensayo Historia de una novela en una librería de segunda mano).
Thomas Wolfe murió a los 37 años y antes dejó una obra deslumbrante. Una puerta que nunca encontré (editada por primera vez por Caralt en 1990, con el título de No hay puertas) se divide en cuatro recuerdos del narrador, en los que el desasosiego impera en su vida porque nunca logra adaptarse, nunca consigue encontrar esa puerta en la que sentirse a gusto, ya sea entre ingleses o entre trabajadores del barrio en el que se muda a vivir. En esta novela también se habla, como en El niño…, de la pérdida; en este caso, de la pérdida de su padre: el propio Wolfe perdió a su padre cuando era muy joven y eso le afectó profundamente. Me he dado cuenta de que en la lectura de Thomas Wolfe lo importante no es el argumento (algo que siempre exigen los malos lectores como requisito esencial de una novela), sino la seducción de su prosa, su exuberancia, la manera que tiene de retratarlo todo, de obsesionarse con el detalle, de hacerlo todo grandioso y a la vez triste. Os dejo con algunos extractos:
¿Dónde reposará el hombre cansado? ¿Cuándo llegarán a casa los corazones solitarios? ¿Qué puertas se abren para el vagabundo y en qué lugar, en qué tierra y en qué momento?
¿Dónde? ¿Dónde hallarán el consuelo definitivo los corazones desfallecidos, dónde quedarán el tumulto, la fiebre y la angustia para siempre silenciados?
¿Quién es el dueño de esta tierra? ¿Queríamos la tierra para acabar vagando por doquier? ¿Tanto la necesitábamos que al final no pudimos hallar sosiego en ella? Quien necesite la tierra que se haga con ella. Quien se haga con ella habrá de quedarse en su sitio, descansará en un pequeño espacio, vivirá en un pequeño lugar para siempre.
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Es maravilloso ver con cuánto entusiasmo algunos hombres y mujeres de bien, personas que nunca han tenido que estar solas en toda su vida, ponderan las bondades de la soledad. Yo hablo con conocimiento de causa. He estado solo buena parte de mi vida, más solo que nadie que yo conozca.
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Así supe que mi padre no había de volver, y que la vida que un día conocimos se había roto, la habíamos perdido para siempre. Así supe que cada hombre que ha vivido sobre la faz de la tierra ha buscado y busca a su padre, y supe que incluso cuando el padre ha muerto, su hijo lo busca incansablemente hasta por las calles de la mala vida, con tal de encontrarlo, y supe que el hijo nunca pierde la esperanza y siente que algún día verá de nuevo el rostro de su padre.
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Pero sabemos que los niños desaparecidos, los ancianos desaparecidos, nuestros padres, nuestros hermanos, los llevados a toda prisa al cementerio para ser rápidamente enterrados, permanecerán aquí cuando este mundo hecho de cemento o de hormigón no sea más que ruinas. Sabemos que el polvo de los amantes enterrados durará más que el polvo de las ciudades.
[Periférica. Traducción de Juan Sebastián Cárdenas]