En ese momento, en la pantalla aparecen
imágenes de Unamuno saliendo del Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Una
turba vociferante de gente uniformada de azul con el brazo levantado le
increpa. Él sale de allí agarrado del brazo de la mujer del Caudillo y
escoltado por un pequeño grupo de personas. Se libró por
poco de ser linchado allí mismo.
-En todo caso- interviene Francisco de Goya-,
es terrible que un pueblo se vea abocado una vez más a enfrentarse a golpes,
como esos dos forasteros de mi cuadro: un duelo a muerte. Es como una
maldición. Todos convertidos irremediablemente en Caín y Abel. Hermanos contra
hermanos. La tragedia española. Una gran frustración como pueblo al no
encontrar más salida que la lucha fratricida, donde ninguno gana nada y de
donde todos salen malheridos o traumatizados de por vida.
De nuevo, un silencio espeso se hace dueño de
la sala. Todos han quedado enmudecidos tras las imágenes que han podido ver y por las palabras del pintor zaragozano.
De pronto, en medio del silencio, un gran
sobresalto se adueña de todos cuando alguien aporrea la puerta con ganas
repetidas veces.
-Pero… ¿quién demonios llama de esa manera?-
dice un Cervantes ligeramente airado- ¡Pase quien sea!
La puerta se abre y da paso a la figura
harapienta de un hombre mayor de cabellos largos y barba canosa que se apoya en
una especie de garrota o cayado. Su nombre es
Guzmán. Trae los ojos encendidos de ira. Parece un mendigo, pero sus andrajos
no se muestran viejos ni sucios, sino que los jirones y remiendos que adornan
su vestimenta se parecen más a los rotos y deshilachados que lucen hoy algunos
adolescentes en sus pantalones vaqueros, falsamente gastados o raídos. El
presunto indigente entra en la sala, el gesto resuelto, la mirada adusta. Parece enojado.
-¿Quién es usted y qué busca aquí?- le espeta
un Cervantes serio pero correcto quien, sabedor de la identidad del visitante,
no comparte sin embargo esa forma de presentarse en escena.
- Mi nombre es Guzmán. Busco a un muchachuelo
bribón y zascandil que quiso robarme y casi me quiebra el pie, pues el muy
canalla me pegó un pisotón cuando le pillé cogiéndome una moneda que las buenas
gentes de Sevilla me habían dado como limosna.
En ese momento, todas las miradas abandonaron
al recién llegado y se dirigieron hacia Andresillo Hurtado quien, tras recobrarse por la sorpresa
inicial, contestó al que le acusaba con desparpajo:
-Tenga a bien, buen hombre, disculpar la falta
pasada de un mozalbete, algo pícaro y trapacero, castigado por la vida, que no
quiso hacerle daño sino mitigar el hambre que se apoderó de sus tripas que, si
es mala cosa robar a un pobre, algo que confieso y de lo que hoy me avergüenzo,
no es mejor hazaña hacerse pasar por tullido e intentar vivir del cuento,
engañando a las gentes compasivas con historias de enfermedad y cojera, que muy
cojo no le debí dejar si ha podido llegar hasta aquí. Dicho esto, le pido
perdón por el daño que pude hacerle, que ha pasado ya el tiempo y como reza el
refrán: agua pasada no mueve molino.
- Y bien- dijo un Cervantes conciliador- . El
muchacho muestra arrepentimiento de algo que pasó hace mucho. Y creo llegado el
momento de que las palabras sensatas ocupen el sitio que antaño ocuparon los
agravios. Pase y acomódese entre nosotros. Y haya paz y concordia, que no
venimos aquí a plantear pleitos entre nosotros sino a conocernos y a platicar
en amor y compaña.
Dicho y hecho, el falso tullido, ya más
apaciguado, hizo con la cabeza un gesto de aprobación y procedió a sentarse en
el suelo, en una esquina de la sala, algo que por otra parte no le resultaba
del todo inusual cuando ejercía, de aquella manera en la plaza, su impostado
oficio de pedigüeño.
Fragmento del largo epílogo de "En la frontera". El texto completo te lo puedes descargar gratis pinchando en el enlace.