El Vaquero Anónimo aprovecha que la
intervención del jefe sioux ha tenido lugar justo antes del comentario del
morisco español, para contar algo de sí mismo:
-La vida es dura en este lado de la frontera.
Sueldo escaso. Trabajo agotador con el ganado. Lugar de paso de gente de poco
fiar, demasiados buscavidas y pendencieros, indios que te la tienen jurada
porque invadimos sus tierras con engaños, calor sofocante… Muchas veces es
difícil encontrar a alguien que esté dispuesto a ponerse la estrella de
sheriff. La gente llega con sus carretas
esperando establecerse y echar raíces, pero prosperar es complicado en una
tierra reseca donde no es fácil que crezca el cereal y donde abundan los
escorpiones. Por eso es frecuente que, hartos y desesperanzados, se vayan
marchando en busca de oportunidades a otro lugar, a tierras menos inhóspitas. Y
empezar allí de nuevo. Lo peor de todo es cuando el poblado solo está habitado
por fantasmas y lo único que te acompaña es el viento, el zumbido de las moscas
o el aullido del coyote. Llegados a este punto hay que largarse de allí, al
galope, sin mirar atrás, porque si la tierra está maldita tú puedes convertirte
en una nueva víctima y acabar formando parte del decorado de un pueblo
fantasma.
Luis de Córdoba, vestido con sus mejores ropas:
casaca y golilla, calzas a media pierna y medias, pelo largo, perilla y bigotes
atusados, sostiene su sombrero entre las manos, toma el turno de palabra:
-Yo llegué a pensar que era el más desgraciado
de los hombres por haber nacido más pequeño que los demás. Lo cual me imposibilitaba
para hacer muchas cosas, entre otras la de poder alistarme en los tercios para
servir a mi país. Y ganar prestigio y honores. Un orgullo muy grande para un
súbdito del rey. Tampoco podía dedicarme al oficio de mi padre, porque aparte
de las dificultades para manejar con soltura el arado, las caballerías o la
guadaña, no soportaría como otros estar siempre bajo la maldición de las
plagas, la sequía y los impuestos. Lo tenía pues complicado. Pero después de
oír aquí las penalidades por las que muchos de los presentes habéis tenido que
sufrir, creo que lo mío era una nimiedad.
Y que en el fondo fui un hombre afortunado. No obstante yo también tuve
lo mío, sobre todo al principio, y tuve que aguantar las burlas y las
imposiciones de la gente que me tenía a su servicio, incluyendo los antojos de
una niña malcriada que luego me abandonó en un rincón como quien se cansa de su
muñeco.
-Es lo que tiene ser bufón- bromeó Espronceda,
quien pensaba que un poco de humor podría venir bien para rebajar el tono grave
que estaba adoptando aquella reunión-; pero seguro que también hay secretos de
alcoba de ciertas damas encaprichadas con su juguete preferido que los
mantienes en sitio oculto, pero que, dado el tiempo que ha pasado, y teniendo
en cuenta que nadie se va a molestar a estas alturas, no tendrías reparo alguno
en hacernos partícipes de ellos. Siempre he tenido curiosidad por saber qué
esconden ciertas señoras debajo del “guardainfantes”. Seguro que muchas no
pasaban frío en las largas noches de invierno si tenían a mano a un
complaciente amigo.
-Aunque pequeño de tamaño, y no por ello de
inferior hombría, siempre he sido grande como caballero y de mis labios jamás
salieron ni saldrán palabras que puedan poner en entredicho el honor de las
damas a las que serví- replicó cortésmente con una sonrisa Luis de Córdoba-. En
todo caso, no me puedo quejar en este sentido- guiñó el ojo con picardía-. Ni
en ninguno en general. Y, volviendo a lo anterior, que no es bueno salirse del
comedimiento del que suelo hacer gala, en líneas generales he de decir que todo
terminó mejor que empezó: abandonar mi casa para irme a otras a servir de
entretenimiento a los demás a costa de mi pequeñez no fue un plato de gusto;
pero… ¿podría dedicarme en aquellos tiempos a otra cosa? Y debo reconocer que
el oficio que tomé me permitió vivir con tranquilidad y sin privaciones los
últimos años de mi vida.
Fragmento del epílogo de "En la frontera"