Soy escritor por timidez.
Mi verdadera vocación es la del presdigitador,
pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco,
que he tenido que refugiarme
en la soledad de la literatura.
G.G. Márquez
De la primera vez que leí Cien años de soledad, me quedó un manojo de nombres en la cabeza que a duras penas podía identificar. Recordaba un par de escenas: el coronel Aureliano Buendía dirigiéndose al pelotón de fusilamiento con los brazos en alto por el dolor inmenso que le provocaban los golondrinos que padecía, incluso hubiera jurado que este Aureliano había muerto ahí mismo. La segunda imagen era cuando Remedios, la bella se bañaba y un forastero intruso levantó la teja del techo para admirar su desnudez. Ella le advirtió, sin el menor sobresalto, que se iba a caer, como en efecto ocurrió más tarde. Juraba también que me había gustado la novela. Pero nada más.
¿Por qué la memoria le juega a uno esa mala pasada?
Como dice lahistoriaenmislibros, a algunas personas puede parecerle una novela tediosa y excesivamente larga. Pero eso será para algunos.
Acabo de disfrutar una segunda lectura de Cien años de soledad y en cada página me tropecé con tanta buena letra, con tanta magia y con tanta fuerza raigal que terminé garabateando el libro de arriba a abajo.
Por eso hoy Mi Librería invita, como deben haberlo hecho mil veces en este inmenso mar informático, a una segunda lectura de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, pero esta vez, les propongo que hagan una pausa en las mejores escenas, que aprecien la audacia del lenguaje, la sabiduría con que el autor mezcla realidad y ficción, sin que lo absurdo o hiperbólico nos parezca fuera de lugar.
Dijo García Márquez que cuando escribía Cien años de soledad estaba tan feliz que soñaba estar inventando la literatura. Confieso que no me gusta su persona, después de haberlo escuchado en entrevistas me resulta…¡qué importa eso! Lo cierto es que no solo soñó con inventar una literatura, sino que lo logró. Su novela, convertida hoy en todo un clásico universal, es excepcional, única e irrepetible. No por gusto llevó al colombiano a un premio Nobel.
Quisiera convencer a quienes no pudieron disfrutarla a plenitud, a aquellos que en una primera lectura abandonaron asustados con una propuesta diferente. Por eso, traigo algunos fragmentos que son, sencillamente, para no olvidar.
- ¿Te sientes mal?-le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
- Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.
Aquella noche interminable, mientras el coronel Gerineldo Márquez evocaba sus tardes muertas en el costurero de Amaranta, el coronel Aureliano Buendía rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cáscara de su soledad. Sus únicos instantes felices, desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro. Había tenido que promover 32 guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad.
Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos