Revista África

Una sobremesa inesperada con soldados

Por En Clave De África

(JCR)
Hay dos clases de países: aquellos en los que cuando te encuentras un militar en la calle buscas cambiarte de acera y otros en los que una persona en uniforme inspira confianza y sabes que está ahí para ayudarte. Durante mis primeros años en Uganda, allá por los años 80, si .tenías un percance en la carretera y se acercaba un coche militar podías echarte a temblar pensando que te robarían lo que pudieran. Las cosas han cambiaron mucho desde entonces, y hoy día si tienes un pinchazo en una carretera ugandesa y ves venir un vehículo con soldados sabes que lo más seguro es que se paren amablemente a ayudarte a cambiar la rueda.

No es este el caso, por desgracia, de la República Centroafricana. Desde que los rebeldes de la coalición Seleka tomaron el poder violentamente el pasado 24 de marzo todo el país, y en particular la capital, Bangui, vive sumida en el terror. Aunque las cosas parecen haberse calmado algo durante los últimos días, los miles de milicianos de la Seleka inspiran miedo. Por la noche la gente intenta dormir sabiendo que en cualquier momento pueden llamar a la puerta. Abres, y te encuentras a varios hombres con uniforme y fusil que piden dinero, y date por contento si no te golpean, secuestran a tu hijo o violan a tu mujer. Todo eso a pesar de las proclamas de las nueva autoridades en la radio que aseguran a la población que van a imponer el orden y la disciplina, bla, bla, bla. Durante el día, les ves circulando a toda velocidad en furgonetas pick up con armas pesadas y es mejor apartarte para que no te atropellen. Un detalle que da que pensar: hace varios días a una mujer los de la Seleka le secuestraron a su hijo adolescente y le pidieron un rescate de 70.000 francos (unos 140 dólares). La madre, desesperada, se presentó en el mismísimo hotel donde reside en presidente Michel Djotodia y pidió a lágrima viva verle. En un arranque de generosidad, el presidente aceptó recibir a la mujer y cuando ella le contó el problema, el hombre no se lo pensó dos veces: se echó la mano al bolsillo... y le dio los 70.000 francos.

He pasado este domingo en la comunidad de los Salesianos en la barriada de Damala. Allí, su superior, el padre León, me ha contado el calvario que han vivido desde el 24 de marzo. Ese mismo día, nada más llegar los rebeldes de la Seleka a la capital, forzaron los portones y entraron en su comunidad, donde agredieron a dos de los religiosos y saquearon todo lo que pudieron. Dos veces más intentaron entrar, pero gracias a la colaboración de los jóvenes del barrio consiguieron ahuyentarlos.

Me llamó la atención que durante la comida, entre los comensales había dos militares cameruneses de la FOMAC, la fuerza de intervención de los países de África Central que intentan poner un poco de orden u protegen a algunas instituciones de la capital centroafricana. Son los únicos que inspiran algo de confianza a la gente, que espera como agua de mayo la anunciada llegada de 1.500 efectivos más que tendrán que empezar la labor de restablecer la seguridad en la capital, desarmar y desmovilizar a varios miles de combatientes y garantizar que las tropas estén acuarteladas, y no vagando por las calles haciendo lo que les dé la gana.

Hemos charlado casi dos horas y me ha sorprendido gratamente la educación y el sentido común de los dos militares que desde hace algunas semanas protegen el recinto de la escuela salesiana, con cuya comunidad comparten habitualmente mesa e incluso en ocasiones la misa (ambos son católicos practicantes). El teniente James aparecía como un hombre convencido de que ser militar es un oficio serio que debería siempre estar en manos de personas equilibradas y con una buena formación, motivados para defender a la población civil y no para aprovecharse de ella. Me dio la impresión de que, además de conocer su oficio, tenía las ideas bastante claras sobre la política de los países de la zona. Es, además, una de las pocas personas optimistas que me he encontrado durante las dos últimas semanas en Bangui. Me decían los otros sacerdotes que han conseguido establecer una buena relación con la gente del barrio y que cuando hay algíun problema con la Seleka les llaman y normalmente acuden sin demora. “No hace falta disparar. Si les vemos realizar algún abuso les decimos que paren, y normalmente lo hacen. No van a ponerse a malas con los países vecinos”, me dijo el teniente. Ya sé que no todo el monte es orégano y que hay zonas oscuras sobre el papel de la FOMAC, especialmente por qué dejaron pasar a la Seleka tan fácilmente el día 23 para entrar en Bangui sin oponer resistencia, pero eso son cuestiones que conciernen más a los políticos, que son quienes toman las decisiones a un nivel más alto. Al militar que está en el terreno sólo le toca obedecer sin discutir la orden.

Durante mis más de dos décadas en lugares conflictivos en África, sobre todo en el Norte de Uganda, he tenido sobradas ocasiones de tratar con militares de todos los colores y tendencias, buenos y malos. En un mundo en el que, nos guste o no, hay seres depravados que están dispuestos a cometer atrocidades contra sus semejantes, los ejércitos son necesarios, y Costa Rica no es sino la excepción que confirma la regla. La primera obligación de un Estado es garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Un militar (o un policía) motivado y bien formado inspira confianza y hace que sus conciudadanos puedan realizar sus actividades diarias sin miedo a que secuestren a tu hijo cuando va a la escuela, te roben lo que te has ganado con el sudor de tu frente o puedas viajar sin miedo a que te asalten por el camino. Basta mirar al mapa de África para darse cuenta de que los países más estables del continente son los que tienen los ejércitos más profesionales, con soldados bien formados, bien pagados, motivados y bajo una disciplina estricta.

Así es la vida. Cuando me despedí de la comunidad salesiana le di un abrazo al teniente James y le dije “muchas gracias por lo que hacen por sus hermanos centroafricanos”. “Es nuestro deber como seres humanos”, me respondió.

Cuando volví al recinto de Naciones Unidas saludé a uno de los soldados de la Seleka que están apostados fuera. Cuando le saludé en Sango se puso contento y me dijo que era del Norte, de Birao. Llevaba un turbante en la cabeza y vestía unos pantalones militares y una camiseta del Che Guevara. Le pregunté si sabía de quién era esa imagen. “Es el Che”, me respondió. “¿Sabes lo que hizo?”, le inquirí. “Sí, luchó por la liberación de su pueblo, como nosotros.” No pude menos que espetarle: “Pero no sé si sabes que él trataba bien a la gente. Y tú ¿haces lo mismo?” A lo mejor mañana seguimos la conversación.


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