Revista Filosofía

Una sociedad enferma

Por Peterpank @castguer

Una sociedad enferma

Hallamos notables coincidencias en los diversos análisis críticos del capitalismo. Aunque es cierto que el capitalismo del siglo XIX fue criticado por su abandono del bienestar material de los trabajadores, nunca fue ésa la crítica principal.  De lo que hablan Owen y Proudhon, Tolstoi y Bakunin, Durkheim y Marx, Einstein Schweitzer, es del hombre y de lo que le sucede en nuestro régimen industrial.

Aunque lo expresan con términos diferentes, todos hallan que el hombre ha perdido su lugar central, que se ha convertido en un instrumento de objetivos económicos, que se ha convertido en un extraño para sus prójimos y para la naturaleza y que ha perdido las relaciones concretas con unos y otros, y que ha dejado de tener una vida con sentido.  Yo me he esforzado por expresar la misma idea trabajando sobre el concepto de enajenación y mostrando psicológicamente cuales son los resultados de que el hombre vuelva a una orientación receptiva y mercantil y deje de ser productivo; que pierda el sentido de su personalidad, que se considere dependiente de la aprobación de los demás, y que, en consecuencia, tienda a adaptarse y, sin embargo, a sentirse inseguro; está disgustado, aburrido, ansioso y gasta la mayor parte de su energía en el intento de compensar o de cubrir esa ansiedad. Su inteligencia es excelente, su razón se debilita y, dadas sus capacidades, está poniendo en grave peligro la existencia de la civilización y hasta de la especie humana.

Si atendemos a las opiniones relativas a las causas de esa situación, encontramos menos acuerdo que en el diagnóstico de la enfermedad. Aunque en sus comienzos, el siglo XIX propendía a ver las causas de todos los males en la falta de libertad política, y especialmente en la del sufragio universal, los socialistas, especialmente los marxistas, subrayaban la significación de los factores económicos.  Creían que la enajenación del hombre era consecuencia de su papel como objeto de explotación y uso. Pensadores como ‘Tolstoi y Burckhardt, por otra parte, señalaban el empobrecimiento espiritual y moral como causa de la decadencia del hombre occidental; Freud pensaba que el conflicto del hombre moderno era la excesiva represión de sus impulsos instintivos y las manifestaciones neuróticas resultantes.  Pero toda explicación que analice un sólo sector con exclusión de los demás carece de equilibrio y, por, lo tanto, es errónea.  Las explicaciones socioeconómicas, espirituales y psicológicas miran el mismo fenómeno desde puntos de vista diferentes, y la verdadera tarea de un análisis teórico es ver cómo esos diferentes aspectos se relacionan entre sí y cómo actúan los unos en los otros.

Lo que es cierto respecto de las causas, lo es también, naturalmente, de los remedios con que puede curarse el defecto del hombre moderno.  Si yo creo que 'la' causa de la enfermedad es económica, o espiritual, o psicológica, necesariamente creo que el poner remedio a 'la' causa conducirá a la salud.  Por otra parte, si veo cómo se interrelacionan los diversos aspectos, llegaré a la conclusión de que la cordura y la salud mental sólo pueden conseguirse mediante cambios simultáneos en la esfera de la organización industrial y política, en la estructura del carácter y en las actividades culturales.  La concentración de los esfuerzos en una de esas esferas, con exclusión u olvido de las otras, destruye todo cambio.  En realidad, parece radicar ahí uno de los obstáculos más importantes para el progreso de la humanidad.

El Cristianismo predicó la renovación espiritual, olvidando los cambios del orden social sin los cuales la renovación espiritual no puede ser efectiva para la mayoría de la gente.  La época de la Ilustración postuló como normas supremas la independencia de juicio y de la razón; predicó la igualdad política sin ver que esa igualdad no podía llevar a la fraternidad entre los hombres si no iba acompañada de un cambio fundamental en la organización económico-social.  El socialismo, y en particular el marxismo, insistió en la necesidad de cambios sociales y económicos, y olvidó la necesidad del cambio interior de los seres humanos, sin el cual los cambios económicos no pueden llevar nunca a la 'sociedad buena'.  Cada uno de esos grandes movimientos reformadores de los dos mil últimos años ha atendido a un sector de la vida con exclusión de los demás; la reforma y la renovación que proponían eran radicales; pero los resultados fueron un fracaso casi total.  La predicación del Evangelio condujo al establecimiento de la Iglesia Católica; las enseñanzas de los racionalistas del siglo XVIII, a Robespierre y Napoleón; las doctrinas de Marx, a Stalin.  Difícilmente podían ser otros los resultados.

El hombre es una unidad, su pensamiento, su sentimiento y su modo de vivir están inseparablemente relacionados.  No puede tener libertad de pensamiento si no tiene libertad emocional; y no puede tener libertad emocional si en su modo de vivir es un ser dependiente y sin libertad en sus relaciones económicas y sociales. Tratar de avanzar radicalmente en un sector con exclusión de los demás inevitablemente tiene que llevar al resultado al que llevó, a saber, a que las demandas radicales en una esfera sean alcanzadas sólo por unos pocos individuos, mientras que para la mayoría se convierten en fórmulas y ritos que sirven para ocultar el hecho de que nada ha cambiado en las otras esferas.  Indudablemente, un solo paso de progreso integral en todas las esferas de la vida tendrá mayor alcance y resultados más duraderos para el progreso de la especie humana que cien pasos – aun para el corto tiempo vivido- en una sola esfera aislada.  Varios miles de años de fracaso del 'progreso aislado' debieran constituir una lección convincente.

Estrechamente relacionado con este problema está el del radicalismo y la reforma, que parece constituir la línea divisoria entre varias soluciones políticas.  Pero un análisis más detenido hará ver que esa diferenciación, tal como se la concibe usualmente, es engañosa.  Hay reforma y reforma; la reforma puede ser radical, es decir, ir a las raíces, o puede ser superficial, tratando de evitar los síntomas sin tocar las causas.  La reforma que no es radical en este sentido no alcanza nunca sus fines, y en definitiva se vuelve en dirección opuesta.  Por el otro lado, el llamado 'radicalismo', que cree que podemos resolver los problemas por la fuerza, cuando lo que se necesita es observación, paciencia y actividad ininterrumpida, es tan irreal y ficticio como la reforma. Hablando en términos históricos, las dos cosas llevan con frecuencia al mismo resultado.  La revolución de los bolcheviques llevó al stalinismo, y la reforma del ala izquierda de los socialdemócratas alemanes condujo a Hitler.  El verdadero criterio para la reforma no es su ritmo, sino su realismo, su verdadero 'radicalismo'; la cuestión está en si va a las raíces e intenta modificar las causas, o si se queda en la superficie e intenta sólo tratar los síntomas.


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