Revista Historia

Una sombra en el destino del cónsul

Por Pasiona

Una sombra en el destino del cónsul

Imagen tomada de www.flickr.com/


La luna llena brillaba en el cielo de Numancia, su blanca luz, se reflejaba con claridad en las tranquilas aguas del Duero, que junto a la nieve  que cubría el campo, daban a la ciudad, un aspecto mágico, casi fantasmagórico, para el que  observara la escena de lejos, sería capaz de ver a las murallas desprender un brillo azulado, como si fuera un castillo de hielo, si se cierran los ojos, no costaría nada imaginarse al mismísimo Odín, vigilando desde una de las torres. Era una escena bella, pero efímera, ya que solo había que ampliar un poco el horizonte del campo de visión, para darse cuenta, de la corona de espinas que rodeaba la urbe, un cerco de madera y piedras, hecho por los romanos, para asediar uno de los últimos reductos de resistencia en Hispania.  
(En algún lugar en  tierra de nadie)
— Avanzar rápido,  nuestra única posibilidad de éxito es llegar a la empalizada  sin ser vistos. Dijo Retógenes entre susurros, a los cinco sirvientes que le acompañaban en su intento de burlar a los centinelas romanos que vigilaban la prisión en la que se había convertido la ciudad de Numancia.
  El grupo caminaba entre los montículos de nieve,  los hombres iban cubiertos de pieles grises, que les protegían del frío, pero  que sobre todo, servían para no ser detectados por los vigías.  Para evitar que sus propias huellas les delatasen, uno de los sirvientes se había quedado algo rezagado y con unas ramas secas, las iba borrando. El verdadero problema, fue camuflar a los caballos y a los largos tablones que estos tenían que transportar, ya que en toda la ciudad no había ni un ejemplar blanco o de un color que se le pareciera, al final optaron por cubrirlos con la cal que se usaba para pintar las casas. Mientras andaban, Retógenes miraba al cielo, suplicándole a los dioses astrales, que no dejaran que los guardias romanos, vieran las nubes de vaho, que emanaban de las fosas nasales de las monturas y en menor medida, de ellos mismos. 
Llegaron a la empalizada sin ser vistos, pero ahora les quedaba la parte más difícil del plan. Si querían tener alguna posibilidad de éxito, debían pasar con los caballos al otro lado del cerco romano, ya que las distancias entre las poblaciones más cercanas, eran demasiado grandes como para  recorrerlas en una sola noche a pie. En un primer momento,  pensaron en robar los caballos a los propios romanos, pero las cuadras estaban muy cerca de las tiendas de campaña de los legionarios, lo que les obligaba a atravesarlas para poder escapar, ante la inviabilidad de este plan, decidieron  que atavezarían el muro romano con monturas y todo.
Lo primero fue, colocar los tablones que habían traído sobre el foso, para ello dejaron caer las  dos tablas de cinco metros de largo por dos de ancho cada una,  una vez salvados los cuatro metros de zanja, dos de los sirvientes escalarían el muro y cortarían las puntas de las estacas que formaban  la empalizada para que pudieran pasar los caballos sin sufrir daño alguno. Los animales serían izados con las mismas cuerdas que habían usado los primeros sirvientes  para escalar la muralla, lo que obligaba a que retogenes y tres de sus hombres estar arriba ,se necesitaba de mucha fuerza para subir tanto peso.
Todo estaba saliendo según el plan previsto, a pesar del duro esfuerzo que suponía ,  habían subido cinco de los caballos, en menos de una hora, y cuando iban a empezar con el último de ellos, por cosas del destino o por una broma de los dioses,el animal, una yegua joven, comenzó a relinchar y bufar con fuerza,  de manera frenética. Se había asustado, al notar que sus patas se separaban del suelo, lo que hizo que  entrara en pánico,  de nada sirvieron los intentos de los sirvientes por tranquilizarla, para su desgracia, lo único que conseguían es que se pusiera aún más nerviosa.
Retógenes vio con pesar, como en la torre de vigilancia que estaba a su derecha, un legionario estaba dando la voz de alarma y  para su desesperación a los pocos segundos se escuchó un fuerte bullicio proveniente del campamento. Esto lo obligaba a actuar sin demora si quería evitar ser capturados, de sobra era conocido el gusto por los oficiales romanos en torturar hasta la muerte a los cautivos para obtener información.
— Terminar con el último caballo e ir río arriba, nos encontraremos en la  mina abandonada. Ordenó Retógenes a sus hombres, a continuación tomó una de las monturas y salió al galope, con la intención de que le persiguieran a él y no capturaran al resto,  solo tenía que entretenerlos el tiempo suficiente para que pudieran escapar, luego podría reunirse con ellos.
Fiiiuuuuu, se escuchó el silbante sonido de una flecha al volar, acto seguido el caballo  cae al suelo, la saeta le había alcanzado en una de las patas traseras cortándole uno de los tendones de la rodilla al animal. A duras penas Retógenes se pone en pie, estaba algo aturdido por el golpe, pero debía moverse rápido o sería capturado. Con dificultad logra llegar a un edificio, en realidad era una terma muy similar a las que había visto, cuando hace unos años visitó Caesar Augusta.
Pasó un tiempo escondido en un nicho del apodyterium,hasta que estuvo seguro de que no escuchaba nada proveniente del exterior. La incertidumbre de si sus compañeros habían sido capturados,  le dio el valor para moverse, debía asegurarse de que sus sirvientes estaban bien antes de emprender la huida. Cuando se disponía a salir de su escondite, Retógenes escucha unas pisadas que se acercan, contiene la respiración y vuelve a ocultarse poco a poco, muy despacio, temeroso de que algún ruido lo delatara.

— Esperad aquí hasta que termine, mientras esté en el aseo, que no pase nadie bajo ningún concepto. El tono de voz de  la orden, denotaba autoridad, era evidente que era alguien importante que no estaba acostumbrado a que le contradijeran.  
¡Chac, chac, chac!. El ruido de las pisadas al golpear el suelo de madera, se escuchaba cada vez más fuerte, estaban muy cerca de su escondite. El corazón de Retógenes se dispara,late desbocado, como el de  un potro salvaje, haciendo uso de todo su autocontrol,se fue serenando poco a poco,si quería salir con vida, debía tener la mente lo más fría posible. 
Retógenes va asomando poco a poco la cabeza de su escondite, lo que su ojo le muestra es poco halagüeño, en la estancia había un  oficial romano que estaba siendo asistido por dos sirvientes, además la entrada era custodiada por dos guardaespaldas 
— Enviar un mensaje al jefe de la guardia, recalcarle que no vuelva al campamento, hasta que haya atrapado a los hombres que saltaron el muro. 
— Lo que el cónsul ordene. Fue la escueta respuesta de uno de los sirvientes.
Las caprichosas  ramas del destinole estaban dando la oportunidad de acabar con el líder de los romanos, si  lo mataba, daría un duro golpe al imperio, era muy probable que levantaran el sitio a Numancia o por lo menos, les daría tiempo a preparar mejor las defensas
Publio Cornelio Escipión Emiliano cónsul romano y general de los ejércitos en hispania, se levanta para dirigirse a los baños, sin ser consiente que un celtibero, Retógenes el Caraunio, el más valiente entre los suyos, le aguardaba escondido entre las sombras daga en mano, preparado para cortarle el cuello. 
Cuando el romano pasa por el escondite del hispano, se detiene el tiempo, Retógenes es consiente de todo lo que le rodea, es capaz de escuchar hasta el latido de su víctima, estaba a punto de salvar a su pueblo del tirano que intenta someterlos, pero antes de dar la funesta puñalada dudó, quizás fuera un mensaje de su subconsciente por instinto de supervivencia o tal vez tuviera un segundo de lucidez.El caso es que dejó que su víctima, el hombre más poderoso de Roma siguiera su camino,ignorante de que la muerte había estado rondándole.

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