Fotorrelato de Marruecos: Una tarde de peluquería en Chefchaouen
Llevo una hora dando vueltas con la cámara en mano y acompañada por Chuliko. Mientras subimos y bajamos callejeando por toda la medina nos divertimos haciendo fotos por Chefchaouen a grandes y pequeños. Un señor mayor parece molesto pero sonríe cuando Chuliko cruza cuatro palabras llenas de risa. Las baterías de las cámaras se resienten de tanto ajetreo y mi nuevo amigo pone punto y final a la gimkana fotográfica metiéndose en una peluquería.
–¿Quieres venir conmigo?
–¿Puedo? –me alegro, mi inmersión en esta cultura avanza a zancadas.
El de la derecha es Ashraf, el dueño de la peluquería. No me da tiempo a pedir permiso para tomar fotos, es él quien me pide que dispare todo lo que quiera. “Así haces publicidad para mi negocio”. Tampoco es el primero, durante todo este viaje por Marruecos varios empresarios me han posado en las puertas de sus negocios con la ilusión de publicitarse en España.
–Mi padre era peluquero y yo ahora también.
–¡Es el mejor de todo Chefchaouen! –dice Chuliko.
El lugar es minúsculo así que tomo asiento para molestar lo mínimo.
Los espejos que cuelgan por todas partes amplían la visión. Puedo observar cada movimiento de la gente que me rodea y consigo captar a Chuliko acicalándose la barba. Es bastante presumido, no sólo se peina el vello facial sino que también mide al milímetro cada movimiento de Ashraf, que pacientemente lo pela con máquina y a tijera hasta que lo deja tal y como él desea.
Como muchos otros marroquís de su edad, cuida cada detalle de su vestimenta, occidental y a la última moda.
Mohammed es uno de los ayudantes de Ashraf. Cuando se le acumulan los clientes, él y otro chico entran para seguir modelando cabelleras. También salen para fumar o ir a tomar un té. A pesar de que estamos rodeados por espejos, Mohammed saca la parte de arriba de la puerta y así el chico que está sentado no necesita girarse para verse la nuca recién afeitada. El ritmo de trabajo de los tres es pausado. Hablan, entran, salen y de vez en cuando miran de reojo la televisión, que en este momento emite un programa de National Geographic Abu Dabi.
Me impacta la precisión, el detalle y la concentración de los tres para cada cabeza y barba que allí se expone.
Cuando callejeábamos hace un rato compré en un puesto ambulante un botecito con kohl, ese maquillaje en polvo que se echan muchas marroquís en línea inferior del ojo. Mientas Chuliko saca un puñado de monedas para pagar a Ashraf–que no llegan a 20DH, es decir menos de dos euros– le pide que me aplique el kohl. ¿Un hombre árabe maquillando? Me sorprendo pero, total, yo no sé cómo ponérmelo así que me dejo hacer. De la caja saca un palo transparente que moja en el tarro, me lo apoya sobre la línea inferior del ojo a la vez que me pide que lo cierre. Noto cómo arrastra el palo pero no, no me secciona la córnea. El tacto es más bien suave y el hombre tiene buen pulso, aunque a pesar de ello una buena cantidad de polvo cae por mi cara. El mejor desmaquillante, un bote de crema hidratante y un pañuelo.
Desde esa tarde, con una sudadera ancha y los ojos así pintados ya nadie me pregunta de dónde soy.