Una de las calles de Santa Lucía
Dicen que Maracaibo es la ciudad más fría de Venezuela. Es un chiste; en realidad es la más calurosa. Pero solo lo vas a sentir si estás caminando sus calles y no encerrada en algún lugar con aire acondicionado que es lo único que provoca cuando registra hasta temperaturas de 50 grados centígrados.
No iba a desde hace poco más de veinte años, cuando el calor me quitó el aire y me causó una de las crisis asmáticas que recuerdo con más rabia. Me peleé con la ciudad, dije que más nunca regresaría y no sé en qué momento ese enojo lo convertí en la urgencia de estar de nuevo ahí.
Entonces, volví.
Maracaibo desborda calor y color, casi con la misma insistencia. La capital zuliana está llena de ruido, de gente que habla alto y se ríe; de música y de olores de comida que se mezclan en las esquinas. Es que no importa por dónde estés pasando, allí en cualquier lugar hay alguna venta de pastelitos de varios sabores; de patacones (una suerte de emparedado, pero hecho con plátano); arepas que parecen que explotarán en cualquier momento, tequeños y muchas más divinidades llenas de grasa que son una delicia y una alerta para el colesterol. Ya dije que volvería a Maracaibo solo para dedicarme a comer en cada puestico de la calle.
Patacones, arepas o hamburguesas se comen por todos lados
Aterricé en la ciudad con dos horas de retraso, después del calor del mediodía. En el aeropuerto me esperaba Yoendry, un amigo de esos que te regalan los viajes. Desde hace tiempo, nos habíamos cruzado un montón de tuits, varios mensajes por Whatsapp y ese día nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida aunque nunca nos habíamos visto. A él no le gustó mi voz y a mí me pareció bajito. Dicho eso, nos fuimos a recorrer su ciudad, tal y como me la quería mostrar. Yo no quería ver nada específico, solo dejar que Maracaibo sucediera y que esa tarde nos alcanzara para tanto. Al día siguiente yo saldría hacia la Sierra de Perijá y volvería a Maracaibo, solo para tomar un vuelo que me traería de nuevo a Caracas, cinco días después.
“¿Quieres comer pescado o patacones?” Respondí casi sin pensar. Si estaba en Maracaibo, había que comer patacones y a eso nos fuimos. Mi elección nos quitó la posibilidad de cruzar por el Puente Rafael Urdaneta, que se alza glorioso sobre el lago y que es el puente de concreto y hormigón más grande del mundo. Intentaríamos volver después, pero nos lo impidió el tráfico, una protesta y algunos trabajos en la vía a horas insensatas. No pude cantar la famosa gaita que dice “cuando voy a Maracaibo y empiezo a pasar el puente, siento una emoción tan grande que se me nubla la mente”, pero canté otras más que iban sonando en el camino; mientras me enteraba que al Metro de la ciudad le dicen “el centímetro” porque es muy corto, o que existe una Chinita gorda: una escultura de la Virgen de la Chiquinquirá -patrona de los zulianos- que la hicieron mal y se ve un poco más rellena de lo que debería ser.
La famosa Calle Carabobo
No entiendo las calles de la ciudad mientras voy en el carro; todo me parece que queda lejos. Quizá sea la sensación de descubrirla. Después de comer en abundancia, hacemos una parada en el Paseo de la Vereda del Lago y vemos el puente a lo lejos, como para no venirme sin haberlo visto. Desde aquí -tomen nota- está la salida del Tranvía de Maracaibo, un esfuerzo turístico que está dando buenos resultados, pues te pasean por la ciudad, con música y explicaciones que contentan al corazón.
Yoendry, que va cuidando cada segundo del reloj, espera que tome algunas fotos y me dice que ya es tiempo de irnos hasta Santa Lucía. Cuando llegamos, no dejo de sonreír. Es mitad de tarde, las calles están casi vacías, pero llenas de colores, de arte y de cervezas muy, muy frías. Llegamos hasta un local famoso que se llama “A que Luis” y que también tiene su propia gaita (“Vamos todos A que Luis, allá por Santa Lucía”, dice la canción), para luego caminar por la plaza y sus otras calles, que es como entrar a pasillos inadvertidos en una ciudad tan congestionada desde donde se mire. Sin embargo, la realidad siempre llega y después de cruzar algunas esquinas, es preciso andar con precaución, guardar la cámara y seguir.
Las casitas curiosas de Santa Lucía
Entonces, las ganas nos llevan hasta el Paseo de la Chinita, que desemboca en la Basílica de la Chiquinquirá, llena de devotos, de peticiones que se sienten en el aire. Me impresiona su tamaño, los arabescos del techo y la fe del todo el que pasa por allí. Alguien que me ve con la cámara en la mano, me pregunta si soy de algún periódico. Le digo que no, que solo estoy conociendo; pero insiste y me dice que a su puesto de venta de recuerdos siempre le toman muchas fotos. “Aquí la prensa viene mucho, ¿segura que no eres de algún periódico?”
No hace tanto calor mientras desandamos el Paseo de la Chinita. Los árboles dan sombra a cada lado y el sol de las cinco de la tarde cae glorioso sobre la virgen que se deja ver al fondo, altiva y sencilla. Me detengo aquí más tiempo del que debo; me gusta la luz, la calma que se siente ahí muy a pesar de estar en pleno centro de la ciudad. El caos llega unas calles más allá en los tarantines y la gente que intenta vender las últimas cosas del día, las bocinas ardiendo en el tráfico y un grupo arremolinado para cruzar de una esquina a otra sin hacerle caso a un semáforo que no sirve desde quién sabe cuándo.
Una foto de Yoendry, en el Paseo de la Chinita, con la Basílica al fondo
Así de felices caminamos Maracaibo
Cruzamos y dejamos el sol atrás y aparece, como dejada ahí por descuido, una iglesia azul. Me da curiosidad saber cómo se llama y como toda respuesta tengo eso: “así, iglesia azul”. No digo nada más y sigo el camino hacia la Calle Carabobo, que es el antiguo centro de la ciudad, hoy convertido en refugio de artistas, colores y otras expresiones. En una esquina hay una escuela de fotografía, más allá una venta de cepillados (hielo raspado con muchos sabores), un hotel, una discoteca y más curiosidades. Las fachadas de esta calle son coloridas y conservan ese estilo antiguo que le da ese aire de estar en otra época. Me gusta y la camino como si estuviera conquistando el mundo con una sonrisa.
No supimos en qué momento se nos fue el sol, pero nos despedimos con el sabor de un cepillado de mango y coco, con la brisa fresca que mantenía a raya el calor, y con la promesa de volver pronto. Para cruzar el puente, para cantar más, para ir a otros lugares. Para descubrir.
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