El caballero que encabezaba el escuadrón de torneos, en el cual mi compañero y yo íbamos a prestar servicio de ahí en adelante, recorrió con mirada apreciativa la totalidad de nuestras figuras bien pertrechadas para la lucha, la mía y la de mi colega el viejo templario, y por un breve instante un mal pensamiento holló mi por lo común bienintencionado cerebro, pues me pareció que en su inspección el señor Adolfo prestaba menos intención a mi impedimenta armamentística y a mis cualidades físicas para el combate que a virtudes aptas más bien para otro tipo muy diferente de placeres; incluso me pareció verle relamerse con fruición en algún momento de la ojeada, aunque de inmediato atribuí el espejismo a las penalidades del largo viaje y a los numerosos días que llevaba sin echarme al coleto una buena jarra de vinillo.
Eso sí, lo que era bastante evidente que el susodicho había dejado atrás hacía bastantes decenios su momento dorado: la musculatura que le habría permitido empuñar la lanza y la espada con eficacia se hallaba ahora derrumbada y enterrada tras cascotes inmensos de grasa, como si le hubiera atacado un terremoto de calorías, y los rasgos de su cara se veían distorsionados y abotagados igual que si se hubiera ahogado en un tsunami de alcohol de garrafón. “O sea que no es cierto que los desastres se produzcan siempre en territorios dejados de la mano de Dios, Brasil y Haití por ejemplo”, medité, “al menos si hemos de hacer caso a la riqueza de la que este hombre hace gala. Claro que cuando las catástrofes se producen en países desarrollados, es que se avecina un cataclismo nuclear, como en Japón. Al menos espero que mi colega y yo sepamos escapar de la debacle cuando se produzca con tanto orden y disciplina como los nipones”. De reojo, me llegó la expresión dubitativa del templario renegado, como si adivinara ya que mis pensamientos no se iban a corresponder con la realidad.
-Bien, bien, bien, mis queridos nuevos compañeros -se expresó por fin mi nuevo jefe con voz cazallosa, entonación barriobajera y una elección de vocabulario tan vulgar que prefiero reproducirla en traducción al buen castellano, no sea que mis lector@s me acusen de subvertir el léxico y la sintaxis de tan noble idioma-, estoy muy satisfecho de que sirváis a mis órdenes. He oído hablar muy bien de vosotros, sobre todo de ti, Eowyn de Camelot, a quien tu fama precede. Confío en que demostrarás esas capacidades bajo mis órdenes… aquí estaréis muy bien, dispongo del campamento más suntuoso y cómodo a este lado de la frontera, y los herreros más hábiles trabajan para mí y me confeccionan las mejores armas para que con mi destreza en la lucha, y la de los caballeros a mi servicio, les conduzca a la fama y el honor eternos y a la riqueza temporal. Que la austeridad de mi tienda no os lleve a dudas, soy un hombre que prefiere vivir morigeradamente. Además, tendréis sustanciosos honorarios que se verán incrementados si demostráis merecimiento en la batalla… Pero id ya y descansar de las inclemencias del viaje, que bien os lo merecéis.
Yo ya me frotaba las manos imaginando el confortable alojamiento donde iba a descansar esa noche, y que anteriormente el señor Adolfo me había descrito como un Edén de lujo asiático perfumado con los aromas del Mediterráneo. De inmediato, dos sirvientes nos condujeron a una pequeña extensión de terreno situada detrás de la tienda principal donde había tenido lugar aquella entrevista, y tuve que frotarme repetidamente los ojos al ver que aquel calvero polvoriento se apilaban, alrededor de las letrinas, la friolera de tres diminutas y ajadas tiendas, una de las cuales nos señalaron como la que sería nuestro hospedaje en los días venideros.
-Esto es lo que hay –manifestó unos de los criados, de flaco semblante, que nos había llevado hasta allí-, colegas. Tendréis que compartirla.
Sin dar aún crédito a mis oídos, entré. En el reducido espacio los jirones de tela se agitaban alegremente al ritmo del viento que entraba por los agujeros, acariciando en su alegre danza una mugre omnipresente, en mitad de los efluvios que arrojaba los retretes. En el suelo, unos trapos que debían haber corrido mil aventuras por las alcantarillas más pestilentes de la comarca se apilaban a modo de jergón.
-Y aquí se supone que hemos de dormir dos personas… en este amplio y cálido salón de baile. Supongo que la idea es que nuestra cercanía haga la función de sistema de aislamiento térmico, que por lo que veo es un poquillo deficiente.
-Así es –respondió sin inmutarse, el doméstico que había hablado.
-A ver –resumí yo la situación-, no pretendo iniciar mi primer día de trabajo con reivindicaciones laborales, pero tampoco me gustaría que mi prudencia fuera tan malinterpretada, aunque quizá con razón, como la de algunos sindicatos en el enero del 2011 español. Traducción: ¿qué coño es esto? ¿Se supone que es aquí donde tenemos que alojarnos? ¿Los dos? ¿Cuándo se perdieron en esta empresa la decencia y el decoro? Y sobre todo, ¿cuándo se perdieron los productos de limpieza?
-Pues lo siento –me contestó el otro lacayo, tan escuálido como el primero, encogiéndose de hombros-. No pienses que nosotros vivimos mejor. Nuestra tienda es la de la derecha, cuando la veas por dentro te considerarás afortunada.
-Es de suponer que los dos caballeros más antiguos habitan la tienda de la izquierda, la que parece algo más arregladita –aventuré yo.
-Te equivocas. Los otros dos caballeros más antiguos somos nosotros. Sí. También. La tienda de la derecha es la del perro.
-¿La del perro?
-La del perro.
-Me temo que en este mundo se está llevando el antiespecismo demasiado lejos… está bien, retiraos, necesitamos un poco de soledad para ver si nos hacemos a la idea de nuestro cruel sino -cuando se hubieron ido, le dije a mi compañero-. Antes de cualquier otra consideración, es urgente que desinfectemos esto, así que vayamos a la aldea más cercana a ver si nos prestan algo que pueda servir para el cometido. Y mantas. Muchas mantas. Y si mañana no se nos han congelado las ideas o alguna otra parte de nuestra anatomía, meditaremos qué hacer.
La generosidad de los aldeanos de las proximidades nos evitó morir aquella noche de frío, del virus del ébola o de ambas cosas simultáneamente, y pensé que menos mal que no me encontraba de regreso en la Cataluña del futuro, donde con la de microbios que pululaban por allí los recortes de Mas, sobre todo en Sanidad pública, nos conducirían a un muerte segura, como seguramente acabarían conduciendo a muchas personas humildes, a la muerte del cuerpo o a la muerte del alma, que no sé qué es peor. Al día siguiente, mi colega y yo celebramos un conciliábulo donde decidimos que visto lo visto y con los casi cinco millones de parados medievales que pululaban por los caminos pidiendo limosna, más nos valía seguir allí hasta que encontráramos otra manera de ganarnos el sustento, aunque para ello se necesitaba un valor superior al que pudiéramos esgrimir en la batalla (el mismo que tant@s trabajador@s, y sobre todo trabajadoras, están demostrando ahora). Pero no sabíamos que nuestras desdichas no habían hecho más que comenzar.