Revista Opinión

Una temporada en el infierno (de la explotación laboral) (II de III)

Publicado el 13 abril 2011 por Eowyndecamelot

Además de vernos asediados por los microorganismos menos amables, de cuando nos asaltaban personajes vestidos de comerciantes que agitaban largas listas ante nuestros ignorantes ojos: descubrimos que el señor Adolfo tenía tantas deudas que le habían embargado el campamento, las armas, los caballos, y hasta la ropa interior que llevaba puesta (lo cual requería muy pocos escrúpulos, y no hablo ahora de escrúpulos morales, según veremos después), según él debido a los numerosos enemigos que se aprovechaban de su bondad y a los envidiosos que le odiaban debido a su maestría con los instrumentos bélicos y a su apostura personal. Las armas con las que pretendía que hiciéramos un buen papel en los torneos estaban estropeadas, mohosas y casi deshechas, y las pocas un poco aparentes se debían a la generosidad de un compañero de torneos de mejor fortuna. El rancho que se nos servía un día no y al otro tampoco era tan reducido en cantidad como en enjundia, y me vi obligada que recurrir a mis exiguas reservas monetarias para que mis femeniles curvas no perdieran su (menguado) poder de convocatoria ante el otro sexo; problemas alimenticios que no parecían afectar a nuestro jefe, al cual cada día se le veía más obeso y coloradote, y cuyos encargos a las tabernas que jalonaban nuestro camino eran progresivamente más abundantes. Por si fuera poco, de los “sustanciosos honorarios” que se nos habían prometido no habíamos visto ni un maravedí, la legendaria habilidad torneística de nuestro capitán era más irreal que la pericia política de los presentes y pasados gobernantes españoles (hubieran sido patéticas de no haber resultado cómicas las constantes caídas en el barro de su oronda, y fofa, humanidad antes de que hubiera podido ni siquiera embestir a un contrincante), lo que convertía a los esfuerzos del resto del escuadrón de hacer un papel regularcillo en denodados y casi infructuosos; claro que estos fracasos se debían totalmente a nuestra inutilidad y holgazanería, como no tenía inconveniente en declarar ante los espectadores con más poder adquisitivo, tal vez futuros organizadores o patrocinadores, o sea, clientes, en un alarde de profesionalidad. Eso cuando no echaba la culpa a los guerreros de origen morisco o judío, responsables, según él, de que se hubieran perdido las formas caballarescas en los torneos y de la inseguridad en los caminos.
-Eso es habitual –me indignaba yo-. No es la primero que veo cómo la gente justifica su fracaso acusando al otro, al diferente. No hay nada mejor para atizar el ardor guerrero de los autóctonos que difundir todo tipo de rumores falsos sobre los recién llegados. Las personas deberían de convencerse de una vez que la única patria a la que debemos fidelidad es la explotada ciudadanía, y los únicos extranjeros de costumbres diferentes e incompatibles con los nuestras son la maldita raza de los explotadores. Compañero, no dejemos que nos arrastren a esta trampa –él asentía.
Y así transcurrían los días en ese nuevo trabajo mercenario, del que de momento no veía la opción de ser rescatada (aunque si lo que me esperaba era un rescate como los de la Unión Europea con algunos países, más prefería el secuestro), sobrellevando como podía las precarias condiciones laborales mientras intentaba, como llevo haciendo desde tiempo, no dejar que la agresividad me cegara en el campo del batalla y resultar eficaz sin ser sanguinaria; ya había demasiada violencia en el mundo, sobre todo, y vergonzosamente, hacia las mujeres, y aunque era tentador aprovechar las armas físicas y virtuales que tenía a mi alcance para autonombrarme ángel vengador de mi sexo, no pensaba caer tan bajo como algunos integrantes del opuesto ni pensaba que fuera aquella la solución.
Pero aún no había llegado lo peor.
Una noche en que mi colega había sido oportunamente enviado a hacer un recado, nuestro amado general en jefe me hizo llamar a su tienda. Obedecí a regañadientes, imaginando que me requería para una de sus sesiones de batallitas, en las que solía enseñarme ruinosos pergaminos que atestiguaban logros militares obtenidos en batallas remotas, que él insistía en presentar como muy recientes como si creyera que todo el mundo tenía tan poca memoria como él (a lo mejor sospecha que en la España del siglo XXI el recuerdo está castigado por la justicia mientras la corrupción se premia) y no pareciendo ver que aquellos patéticos testimonios escritos se caían de viejos; yo me preguntaba cuánto había pagado al falsificador que le había hecho el trabajo, porque ni en mis más optimistas pronósticos podía aceptar que aquel ser hubiera sido en alguna ocasión un guerrero respetado, hábil y honesto, a pesar de la degeneración cronológica a la que todos estamos expuestos. Me hizo pasar y me indicó que tomara asiento. Una vez acomodada, me espetó:
-¿Eres feliz aquí, Eowyn?
Yo me encogí de hombros dirigiéndole una irónica mirada; hacía tiempo que había decidido hablar claramente con él, para bajadas de pantalones ya tenía suficiente con las de algunas asambleas de EUiA con ICV en la campaña para las elecciones municipales de España 2011.
-Bueno, si obviamos lo poco apropiado de nuestros aposentos, la escasez y reducida calidad del alimento, el incómodo ambiente de trabajo y el hecho que desde que estoy aquí aún no he visto un triste céntimo de maravedí, aparte de otras cosas que no tengo ganas de relatar ahora, sí, se puede decir que soy razonablemente feliz. La religión cristiana nos enseña la paciencia y el sacrificio, y a fe mía que en este empleo dispongo de sobradas ocasiones de practicar estas virtudes.
Él meneó la cabeza con expresión de seguridad, quitando importancia a mis quejas.
-Todo eso cambiará en breve, te lo prometo. El escuadrón ha atravesado un bache, producido por la envidia y la maldad de mis contrincantes -bla bla bla, ahorro a l@s lector@s la ya cansina cantinela-, pero estoy en camino de solucionarlo todo –al ritmo que íbamos, yo calculaba que le faltaban unos dos siglos para poder solventar sus deudas, y otro más para estar en situación de pagarnos a nosotros, pero joder, la esperanza nunca ha de perderse-. Ya te dije que tengo mucha confianza en tus aptitudes, muchacha. Estoy rodeado de inútiles, pero sé que con una mujer como tú a mi lado podría hacer grandes cosas. Eres exactamente la compañera que necesito –mientras decía estas palabras, iba a aproximándose a mi asiento con expresión lúbrica, al tiempo que yo miraba en torno mío considerando con desesperación las posibles salidas-. Contigo a mi lado, el éxito en los torneos estaría asegurado y conseguiríamos fama y riquezas inimaginables –se acercaba más y más, dejándome constatar que la deficiente higiene de sus posesiones se extendía también, y no veas de qué manera, a su persona; yo estaba a punto de morir intoxicada; al menos los vapores de alcohol que exhalaba su aliento, aunque desagradables, tal vez supondrían un antídoto contra tan infecciosas miasmas-. Tú solo acepta y el mundo estará a nuestros pies… Tienes tanto talento y eres tan hermosa –al parecer, a sus numerosos defectos había que añadir el mal gusto-… aunque he de añadir que me gustabas más cuando te conocí; últimamente te estoy viendo un poco flacucha y tus encantos femeninos desmerecen.
-No me explico a qué puede ser debido –fingí irónicamente ignorancia mientras me apresuraba a levantarme… bueno, por lo menos el interfecto había aludido a mis merecimientos profesionales, y no solo a mi supuesto valor como trozo de carne. Pero no era consuelo-. Gracias por el ofrecimiento, si me lo permites voy a consultarlo con la almohada. Hala, a pasarlo bien –desaparecí a toda velocidad por la puerta y regresé a mi infecto cubil, donde afortunadamente ya me esperaba mi compañero. Sin dejarle ni siquiera darme la bienvenida, le solté.
-Nos largamos. Ahora. Sigamos el ejemplo de las revoluciones de los países árabes y de olvidadas como en Chile y enfrentémonos al explotador, aun a riesgo de una intervención imperialista como de Libia que acabe con nuestras legítimas ansias de libertad y comida y garantice el suministro de petróleo a los países occidentales. No necesitamos una consulta independentista de esas tan lícitas pero con las que los poderosos distraen al pueblo de sus verdaderos problemas, nos independizamos solos con dos pares de gónadas, aunque Aznar quiera declararnos la guerra al igual que a las autonomías españolas y al comunismo cubano. Mi resignación cristiana y mi sentido práctico tienen un límite. Puedo aguantar verle a todas horas repantigado en su jergón vestido con esa camisa cuya mugre tiene hasta círculos concéntricos que delatan el milenio en el que se depositó allí, mientras os obliga a realizar las tareas más serviles y a cortar leña con piedras porque ni de una triste hacha dispone; tener que hacer de chófer de las prostitutas que contrata sin cesar en los pueblos que atravesamos, y que han de estar bien desesperadas las pobres para aceptarlo como cliente; presenciar cómo sus maleducados hijos que en el futuro superarían con creces cualquier exageración sobre la generación Nini se pasean por el campamento destrozando en sus estúpidos juegos las pocas armas que tenemos para trabajar sin que ese imbécil se digne a reñirles lo más mínimo; incluso toleraría que nos veamos forzados a acoger un día más a ese asqueroso chucho en nuestra tienda para que, según el jefe, “no esté solito”, pero lo de hoy ya raya el surrealismo. ¿Pues no ha tratado el muy gilipollas de tirarme los tejos? Ahora entiendo por qué no me hacía trabajar tanto como a vosotros: me tenía reservada para otro tipo de tareas de índole aún menos digna.
Mi compañero se levantó de inmediato.
-Si tu virtud está en peligro, desde luego que nos vamos. Aunque sea con las manos vacías.
-Bueno, no es tanto mi virtud lo que me preocupa, para solventar problemas de este tipo ya me basto solita, sino mi salud física. Otro acercamiento como este y tendrán que hacerme un lavado de estómago. En cuanto a mi salud mental… hay espectáculos cuya visión hace perder la razón al más equilibrado, y el de ese amorfo personaje mirándome con los ojillos llenos de lujuria es un buen ejemplo. Pero no te preocupes sobre lo de irnos con las manos vacías; mientras trataba de escapar de sus asechanzas me ha parecido entrever algo en un rincón de la tienda. Espera a mañana, y cuando esté distraído supervisando los entrenamientos o haya salido a hacer su cotidiana estancia matutina en las letrinas, te lo enseñaré.
Dicho y hecho; a la mañana siguiente aprovechamos el momento en que el señor Adolfo desapareció para echar una siestecita bajo los árboles, otra de sus industriosas costumbres diarias, para entrar en su tienda. En un rincón, tras toneladas de desorden e inmundicia, se hallaba lo que me había parecido vislumbrar la noche anterior: un escudo nuevecito, una lanza reluciente y una silla de montar, amén de otros útiles para la vida aventurera de los caballeros y las damas guerreras errantes que nos serían muy convenientes. Me dirigí a mi compañero:
-Quédate con la silla, la tuya está en unas condiciones lamentables.
-Gracias. Creo que tú necesitabas un escudo.
-Sí. El mío no es compatible con los nuevos modelos de espadas. Estos herreros medievales… y eso que aún no conocen la obsolescencia programada. La lanza también nos la llevamos, que siempre va bien. Anda, arreando.
Guardábamos nuestro botín en las alforjas de nuestros caballos, cuando nuestro dueño y señor salió de la espesura del bosquecillo, preguntándonos con uan expresión que no acertamos a definir:
-¿Qué es lo que se supone que estáis haciendo?


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