Revista Filosofía

Una teoría del caos

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Hay un hilo conductor que va enlazando, sobre todo, los últimos artículos escritos y que, resumiendo, podríamos enunciar diciendo que estamos viviendo un momento culminante de la modernidad que se inició con el Renacimiento, y cuyo legado fundamental es el del intento de aterrizar en la realidad desnuda, una vez despojada de todas las mistificaciones que el miedo y la ignorancia han ido depositando sobre ella como una costra anquilosante. Por alguno de los ramales abiertos por esta expedición histórica en busca de lo real, hemos acabado desembocando al borde del abismo, en los aledaños del caos; en una palabra, en el nihilismo (no en un nihilismo que sirva de transición a otra cosa, como Nietzsche quería, sino en un nihilismo que se pretende definitivo), peligro que en nuestro análisis hemos ido abordando desde diferentes perspectivas. La de hoy pretende adentrarse fundamentalmente en los dominios de la psicología.
“La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, decía Ortega. Para los filósofos de la antigua Grecia el caos era equivalente al cambio y, en última instancia, al movimiento. Era el caos el resultado de que, al moverse o cambiar, las cosas dejaran de ser reconocibles, identificables entre una vez y la siguiente. Por ello inventaron (digámoslo así) los conceptos. “Una de las funciones de los conceptos –decía María Zambrano– es tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua de los acontecimientos”. Frente al caos del ir y venir de eso que, si se estuvieran quietas, serían cosas, los conceptos aportan, precisamente, quietud, pautas de repetición, forma, sentido, ser a esas cosas.
La psicología existencial es uno de los pocos paradigmas que en psicología han considerado el sentido de la vida como la referencia fundamental a la hora de fijar aquello en lo que consiste la salud mental. Viktor Emil Freiherr Von Gebsattel (1883-1976) fue uno de sus más significados representantes. Autor que puede ayudarnos, pues, a seguir el rastro de lo que significa el sentido de la vida y su contrapartida, el caos, el absurdo, y al que seguiremos concretamente a lo largo del relato de la enfermedad de Julie Weber, alemana, nacida en 1784, cuyo caso quedó registrado en forma novelada, y que, en ese registro, Von Gebsattel estudió con detenimiento y pericia. Julie Weber sufrió, entre los 18 y los 24 años un grave caso de fotofobia (fobia a la luz) que la inhabilitaba totalmente para poder llevar una vida normal. Sus percepciones ópticas se hacían insoportables a partir de un umbral de sensibilidad muy bajo. El ver, incluso en la oscuridad más profunda, suponía para ella una tortura. “Si quería ver algo, al dejar reposar su vista, aunque no fuera más que un momento sobre el objeto, era como si el ojo se viese sobrecogido y oprimido por la masa de aquel objeto; se cerraba involuntariamente, y la enferma tenía unas terribles sensaciones, pero no en el ojo, en el que simplemente sentía presión y abatimiento, sino en el alma, por la angustia y las ansias de muerte”. Esto ocurría tanto cuando el objeto estaba iluminado como cuando lo vislumbraba en la oscuridad, por lo que se puede hablar de una auténtica fotofobia.
Todos los movimientos que se producían ante sus ojos le resultaban insoportables; no sólo los objetos, sino sus propias manos y pies moviéndose ponían en marcha sus crisis fóbicas. También las visitas le producían angustia al moverse delante de ella, por lo que tenían que envolverse en algo oscuro, y sentarse tras ella en una habitación ya plenamente oscurecida. Los días en que tenía los ojos más delicados, la paciente “no podía moverse del sitio, con el fin de evitar el contraste de los objetos”; finalmente, tenía que “sentarse en el suelo, apoyarse en un codo y reducir en lo posible su círculo visual metiéndose mucho el sombrero”. Aunque la fotofobia era el síntoma más importante de la enfermedad de Julie Weber, también tenía síntomas depresivos así como trastornos orgánicos de origen psíquico.
La fotofobia en esta persona tenía unas características peculiares que bien podrían enunciarse como angustia ante la visión de objetos, considerando el fenómeno luminoso como una circunstancia acompañante. La enferma se esforzaba por no reposar la vista ante ningún objeto; no miraba las cosas con fijeza, sino rápida y fugazmente. Y si, por descuido, llegaba a detener su mirada sobre algún objeto, se sentía sobrecogida, daba un grito y se ponía al borde del desvanecimiento, atravesando una intensa crisis de angustia y sensación de muerte inminente.
UNA TEORÍA DEL CAOS
UNA TEORÍA DEL CAOS
Lo que hacía que Julie Weber se sobrecogiera era la sensación de “masa”, es decir, la infinidad de impresiones que se le acumulaban al mirar. Incluso en la más profunda oscuridad, y mirando sólo de pasada, la enferma decía distinguir los más finos detalles, hasta “cada hilo de las telas” en los vestidos de sus visitantes. No era, pues, tanto el impacto de la claridad como el de la cantidad de abigarradas y desordenadas impresiones visuales lo que la sobrecogía, atrapada como quedaba en esa perspectiva tan cercana que le impedía captar globalidades. Von Gebsattel creía que el diagnóstico adecuado para Julie Weber hubiera sido el de fobia psicasténica. “Psicastenia” es una entidad diagnóstica acuñada por Pierre Janet para designar una enfermedad psíquica caracterizada por la depresión del tono emocional, flacidez y permanente sensación de cansancio, ausencia de tensión psíquica para emprender cualquier tarea y lo que se dio en llamar “debilidad irritable”. Pero podríamos conjuntar todos los síntomas de la psicastenia y decir que es una enfermedad propia de sujetos instalados pasivamente frente al mundo; no organizan los estímulos que les llegan del entorno, sino que sufren pasivamente su invasión. En suma, su enfermedad coincide con el fracaso en la defensa frente a la posibilidad de quedar anegados en el caos. Por eso estas personas se retiran del mundo, de los objetos: porque sólo les llegan bajo la apariencia de caos, de miríadas de estímulos dispersos que su estructura psíquica no es capaz de integrar en un todo. Su pasividad consiste en no ser capaces de organizar su entorno, y debido a ello generan fobias defensivas que, a falta de mejor remedio, les llevan a retirarse de él. El vértigo y la agorafobia (miedo a los espacios abiertos), también presentes en Julie Weber, serían trastornos que asimismo obedecerían a esta distorsión de la percepción. El vértigo es una sensación debida a la ausencia de un referente interior que se mantenga firme frente a la invasión de estímulos desorganizados y cambiantes. En general, los fóbicos con síntoma de vértigo explican sus sensaciones diciendo que es como si los objetos vinieran a gran velocidad hacia ellos. Su falta de estabilidad es lo que en esas condiciones les produce el miedo a caer. La defensa inmediata consiste en no moverse del sitio. Del mismo modo, la agorafobia supone que quien la sufre es incapaz de enfrentarse a la percepción de espacios abiertos, en los que tiene la sensación de que va a ser arrollado por los objetos del entorno; sin embargo, una vez que llega la noche, muchos agorafóbicos son capaces de atravesar esos mismos espacios amparados por la oscuridad.
UNA TEORÍA DEL CAOS
La debilidad, el vértigo, el desvanecimiento, la sensación de impotencia y la angustia son las secuelas que arrastra aquella manera pasiva de estar en el mundo, desde la cual éste pasa a ser sentido como algo hostil y amenazante, en donde los espacios abiertos parecen devorar, los movimientos arrollar y confundir y la luz hacer daño. María Zambrano da razón de estos mecanismos que desembocan en el trastorno psíquico en general: Cuando éste se produce, dice, “solemos tener la imagen inmediata de nuestra persona como una fortaleza en cuyo interior estamos encerrados, nos sentimos ser un ‘sí mismo’ incomunicable, hermético, del que a veces querríamos escapar o abrir a alguien (…) A mayor intensidad de vida personal, mayor es el anhelo de abrirse y aun de vaciarse en algo; es lo que se llama amor, sea a una persona, sea a la patria, al arte, al pensamiento (…) La pérdida de esta conciencia de ser análogamente, de ser una unidad en un medio donde existen otras, comporta la locura”. La indefensión ante el caos y consiguiente angustia o la huida hacia el interior de sí mismo, hacia ámbitos que antecedan a la irrupción de ese caos, constituirían, pues, el síntoma nuclear de los trastornos psíquicos. Frente a ello, dice también Zambrano, “el sistema es lo único que ofrece seguridad al angustiado. Castillo de razones, muralla de pensamientos invulnerables frente al vacío”.
UNA TEORÍA DEL CAOS
El modo positivo de afrontar el caos por el cual Julie Weber y cualquier persona posicionada pasivamente frente a su entorno se sienten arrollar consistiría en la captación de regularidades sobre las cuales construir un mundo sujeto a normas, ordenado y, consiguientemente, previsible. En suma, un mundo que, en una proporción suficiente, venga a ser el correlato de nuestras categorías y conceptos. Los conceptos resultan del hecho de aislar intelectualmente áreas de estabilidad en el ir y venir de las cosas, a las cuales ponemos nombre. Si podemos incorporar nuestra experiencia del mundo a tal sistema de categorías, de forma que adquiera así un sentido, la angustia original remitirá y aceptaremos salir a él.
UNA TEORÍA DEL CAOS
Estos conceptos que nos van saliendo al paso: caos estimular, retirada hacia lo interior, percepción del mundo como algo hostil, vértigo ante la irrupción arrolladora de los objetos, reacción mecánica (pasiva) a los estímulos del entorno, amputación en la propia perspectiva de la categoría de lo lejano, a la cual se renuncia para quedar absorto, atrapado en lo inmediato… trataremos de alojarlos ahora dentro de un contexto más amplio que el que nos procura la perspectiva psicopatológica, buscando el significado cultural que sea capaz de dar razón de ellos, el que precisamente hemos también abordado en los artículos anteriores. Estamos, pues, discurriendo a lo largo de bucles diversos (o de uno mismo hecho de diversos colores) que nos ayuden a comprender desde puntos de partida diferentes cuál es, como diría Max Scheler, el puesto del hombre del siglo XXI en el cosmos. Pero por hoy dejaremos aquí la tarea.

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