Una sola copa. Una sola copa de más. Quizás fuera un chupito, el último. Me lo imagino de vodka-pomelo. No se porqué. Es el regusto que se me ha quedado. ¡Cuántas cenas de navidad truncadas por el mismo chupito!
Esa última copa retrasó lo justo el tiempo de frenada. Lo he leído. Cada grado de más, un segundo de menos, y ¡chás! No lo cuentas. Me imagino a sus padres esperándolo para la cena de navidad. Sus abuelos también. Su hermana desolada cuando escuchó por teléfono la noticia. Ella fue la única que me vino a visitar unos días después para conocerme. No me dijo nada. Solo acarició mi mano y derramó una lágrima. Una más.
¡Cuántas cenas de sillas vacías aquella noche solo por un chupito de más! Los Atestados, que llegarían a casa y encontrarían el guiso frío y el cava caliente. Y el cirujano... Por la hora en que lo llamaron, seguro que
lo cogerían entre el consomé y el cordero, justo ahí. Me imagino el pitido del busca al ritmo de las luces del árbol del salón. Un pit y un destello azul, un pit y un destello rojo, y vuelta a repetir. Salió corriendo el cirujano-marido, el cirujano-hijo, el cirujano-padre y el cirujano-yerno, porque no una, sino cuatro personas salieron de casa esa noche embutidas en un solo cuerpo camino del hospital, con un trozo de pan en la boca, para cambiarme la vida.
Justo cuando yo estaba preparando la cena sonó el teléfono, ¿Rubén Larios?, Sí dígame, Llamamos del Hospital Clínico, tenemos un donante. Aquella noche yo tampoco cené. La nochebuena, la navidad y algunos días más los pasé entre tubos sedantes, lleno de costuras tras las que alojaron con mimo aquel riñón que llegó envuelto en la sangre, caliente aún, con ese sabor a vodka-pomelo que desde entonces me acompaña. Fue el mejor regalo que he recibido nunca: Una vida.
Texto: Miguel Angel Brito
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