(Cuento. Primera parte)
Sólo una persona sabe lo que me ha ocurrido, aunque no conoce todos los detalles. Pero a ti quiero contártelo todo. Quiero que sepas cómo empezó todo y cómo conseguí quedarme aquí.
Durante mucho tiempo tuve pesadillas horribles que me hacían despertar en un grito y sin respiración. Después de uno de esos sueños no quería volver a dormirme, porque temía que la pesadilla siguiera ahí, en alguna parte del cerebro, y que en cuanto cerrase los ojos volviera a mortificarme.
Aun así, al principio no le di mucha importancia. Achacaba las pesadillas a esas causas habituales en las que todos pensamos cuando dormimos mal. Y tampoco me habría atrevido a hablar de eso con nadie. Se supone que los adultos no tienen pesadillas, y mucho menos se asustan de ellas. No quería parecer un niño al que le dan miedo los monstruos. Sin embargo, se fueron haciendo tan habituales que empecé a preocuparme. No sólo estaba siempre cansado y de mal humor; también empecé a temer que esos sueños terribles estuvieran causados por alguna enfermedad. Así que fui a ver a Simó, el famoso especialista, al que acabé considerando un amigo.Después de varias pruebas y muchas preguntas, Simó descartó cualquier enfermedad, y llegó a la conclusión de que mis pesadillas se debían a un estado permanente de ansiedad causado por la falta de sueño. Esto era como decir que las pesadillas estaban provocadas por el mal dormir que me causaban las propias pesadillas. La clave estaba en romper esa cadena.Simó me recetó algo que me ayudaría a relajarme y dormir mejor, pero también me sugirió, con el tono de quien cuenta un secreto o dice algo que no debiera, que cada vez que tuviera una pesadilla anotara en un cuaderno todo lo que recordase y después lo leyera en voz alta.Te parece absurdo, ¿verdad? Yo tampoco creía que aquello pudiera ser de ninguna utilidad, pero no tenía nada que perder por intentarlo. Así que empecé a llevar un diario de pesadillas, por así decir, y descubrí, con cierta incredulidad, que el solo hecho de ponerlas por escrito me tranquilizaba. Incluso me disponía a dormir pensando que al despertar escribiría lo que soñase, y casi me atraía la idea de ver qué ocurría cada noche en mis sueños.
De esta forma, poco a poco y cada vez más relajado, las pesadillas fueron haciéndose menos frecuentes y menos turbadoras, hasta que desaparecieron por completo.Y no sólo desaparecieron, sino que en su lugar comenzaron los sueños agradables.
A veces incluso despertaba sonriendo.Y tan agradables eran los sueños y las sensaciones que producían, que al cabo de un tiempo empecé a sentir verdadero deseo de que llegase cada día la hora de dormir, o, mejor dicho, de soñar. Porque ya no pensaba en dormir para descansar, sino para soñar. Ese mundo de los sueños al que antes temía, ahora me gustaba tanto que pasaba el día soñando con soñar.Y tal vez de tanto soñar, de tanto ejercitar esa capacidad, mis sueños se hacían cada vez más perfectos, mejor estructurados y más coherentes. Eran verdaderas historias, con un principio, un desarrollo y un final definidos; con personajes bien dibujados, escenarios precisos y diálogos o pensamientos muy claros.Y cada vez los recordaba mejor.Simó me dijo que los sueños nos engañan, que lo que recordamos no es exactamente lo que hemos soñado, sino la composición más o menos ordenada que nuestro cerebro consigue elaborar a partir de una serie caótica y simultánea de imágenes e impresiones.
Pero yo sabía que mis sueños no eran así. No eran naipes caídos al azar sobre un tapete, sino escenas ordenadas según una secuencia lógica.Al cabo de un tiempo había adquirido tal habilidad para soñar que llegué incluso a dominar los sueños, a dirigirlos según mi voluntad.(Continuará)