Un anciano maestro se estaba muriendo. Se había echado sobre la hierba, bajo un frondoso árbol.
Sus discípulos le rodeaban, compungidos, y alguno de ellos no podían contener el llanto.
La tarde había ido declinando y el sol se ponía en el horizonte.
Reinaba un silencio perfecto, casi sobrecogedor, cuando el maestro dijo:
-Que nadie se aflija ni se apene, que nadie se desconsuele ni se atribule.
Lo que debe ser será. Al amanecer, los rayos del sol extinguen la gota de rocío;
el río desemboca en el mar; al amanecer sigue el ocaso y a la vida, la muerte.
Los discípulos rodeaban al maestro.
-Todavía me queda energía para transmitiros la última lección-el anciano forzó
una cariñosa sonrisa-.
Una vida sencilla, una muerte sencilla. No hay otro secreto. Llega el placer y gozas, pero sin aferrarte;
llega el sufrimiento y sufres, pero sin resentimiento.
Hay que aprender a disfrutar y a sufrir;
hay que aprender a vivir en cada momento, con sencillez, sin apego ni resistencia,
sintiendo que todo es importante por igual: lo pequeño y lo grande.
Aprender a ser armónico en lo inarmónico y sosegado en el desasosiego.
Una vida de hermosa simpleza, sin inútiles resistencias.
Hay tempestad y hay calma, pero el equilibrio está dentro de uno mismo.
Escuchadme bien, amados míos: una vida sencilla, una muerte sencilla.
En ese momento el anciano se extinguió, con el último rayo de sol.
Dice el Maestro:Se vive, se muere. Nada es tan hermoso como la sencillez.
Extraído del libro Cuentos del Lejano Oriente