Revista Filosofía

Una vida sin prisa, pero con prisa por vivirla

Por David Porcel
Un rasgo idiosincrásico del ser humano consiste en la prisa por realizar sus expectativas vitales. A diferencia del niño, que todavía no se ha apropiado de su tiempo y al que, por tanto, no le preocupa gastar el tiempo en esto o aquello, el hombre maduro es bien consciente del carácter irremplazable de cada instante. Podría decirse que la madurez consiste precisamente en aprender a valorar el tiempo, o en valorarlo, sencillamente. De hecho, el valor de cualquier cosa se funda en la consciencia de su escasez. Así lo expresa Ortega:
"Somos nuestra vida, y nuestra vida consiste en que nos hallamos obligados a sostenernos en medio de las cosas, del ancho y complicado contorno. Tenemos en cada instante que decidir lo que vamos a hacer, esto es, lo que vamos a ser en el instante inmediato. Si fuésemos eternos, esto no nos angustiaría; lo mismo daba entonces tomar una u otra decisión. Aun erradas, siempre quedaba tiempo para rectificarlas. Pero lo malo es que nuestros instantes son contados y, por tanto, cada uno es irremplazable. No podemos impunemente errar: nos va en ello... la vida o un trozo insustituible de ella. El hombre tiene que acertar en su vida y en cada momento de ella. Por eso no puede su existencia consistir -como la de los olímpicos- en un indiferente y elegante resbalar de cosa en cosa, de ocupación en ocupación, según lo que buenamente traiga el azar a cada jornada. Los olímpicos, seguros de que no morirán nunca, pueden permitirse este lujo; lo mismo da hoy que mañana, esto que lo otro. Pero el hombre tiene prisa. La vida corre. La vida es prisa. De aquí la esencial desesperación que nos produce el esperar, la calma de las cosas. Ellas tienen y se dan más tiempo que el que está a nuestra disposición." (¿Qué es la vida? Lecciones del curso 1930-1931, pp. 445, 446)
Sin embargo, la prisa que debiera caracterizar al ser humano, pretérito o actual, no parece corresponderse con la prisa que de hecho define al hombre contemporáneo, inmerso en las actuales sociedades nihilistas. El hombre de hoy no tiene prisa por vivir, sino que vive con prisa. No parece experimentar la necesidad de realizar sus expectativas vitales y, en cambio, vive empujado por una especie de frenetismo enloquecido que le obliga a hacer todo con prisa, no sólo en el ámbito laboral, sino ya en casi cualquier esfera vital. Cada vez miramos más el reloj, y no por capricho, sino porque necesitamos saber cuánto tiempo nos queda para hacer esto o aquello; cada vez hay más cosas que necesitan su procedimiento y sus plazos para ser realizadas; cada vez nuestros ritmos y ciclos naturales se adecuan más al aceleramiento que padece el mundo actual; cada vez soportamos menos el ritmo pausado de las películas orientales. ¡Pero si incluso cuando paseamos una tarde de domingo ya no disfrutamos del paisaje¡ No me extrañaría nada que algunas de las actuales enfermedades cardíacas tuvieran su origen en este frenetismo colectivo visible en casi todos los lugares, y estoy convencido de que muchas de las depresiones y trastornos psicológicos tiene su raíz en el hecho de darse uno cuenta que ya no es dueño de su vida. ¿Por qué no pararnos a pensar sobre la situación a la que hemos llegado?, ¿por qué no escarbar de vez en cuando en nuestro fondo interior?... Hagámoslo, pero no demasiado tarde, no vaya a ser que al fin nos quedemos sin tiempo para averiguar verdaderamente qué queremos hacer con él.

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