Pedro Paricio Aucejo
No es casual la semejanza entre la prosa teresiana y la de la escritora Gabriela Mistral (1889-1957). La naturaleza artística y, a la vez, asequible de ambas obedece a la presencia de ciertos rasgos comunes en las dos mujeres. No en balde, la chilena estaba convencida de que “el fin de la vida entera no es otro que el desarrollo del espíritu humano hasta su última maravillosa posibilidad”. Se trata de “buscar en [la] naturaleza su sentido oculto y acabar llamándola al escenario maravilloso trazado por Dios para que en él trabaje nuestra alma”. Y lo mismo respecto del cuerpo, de modo que hay que “vivir sacudiendo su dominio y una vez domado, hacerlo el puro instrumento siervo, que debe trabajar para el espíritu, que es su única razón de ser”¹.
Aun sin ser propiamente una mística, en sus escritos, comportamiento y visión de la vida, la Nobel de Literatura de 1945 proyecta –como la Santa– una dimensión contemplativa y espiritual del mundo. Su nativa compenetración con lo sencillo y humilde, su cosmovisión cristiana (influida por el pensamiento bíblico, San Francisco de Asís y los clásicos españoles, en especial la descalza de Ávila), su atracción por lo trascendente, su avidez ascética, su empatía con el dolor, su hondo sentido de la belleza… hicieron que, al valor literario de su creación, se le sumara su pasión por lo divino. El fruto de esta fórmula le permitió llegar al fundamento profundo de cuanto existe, hasta el punto que su producción vibra cuando canta el sentido divino de una existencia humana en armonía con el resto de lo creado.
Con estos precedentes se comprende que –al igual que para la escritora carmelita– el ejercicio creativo era para Mistral una necesidad espiritual nacida de sus entrañas y cauce de su sensibilidad mística. Maestra de profesión, su formación literaria fue, como la de la religiosa española, autodidacta. A raíz de desplazarse a México para colaborar en su reforma educativa, inició una existencia itinerante en representación de su país, que le llevó a Estados Unidos y luego a Europa, desempeñando misiones diplomáticas en España, Portugal y Francia.
Viajera durante buena parte de su vida –otro elemento de semejanza con la fundadora–, en 1925 visitó El Escorial, Ávila y Segovia, origen de Castilla, texto que la chilena redactó como un encuentro con su admirada Santa. En medio del recorrido vio venir imaginariamente, “chocando el hábito duro contra los bojes recortados, una vieja monja” que se pone a su lado. Le dice que –para que la comprenda– quiere hacerle ver la Castilla suya. A partir de ese momento, las dos mujeres entablan un sabroso diálogo, en el que Mistral, fruto de su recreación literaria, puso –sintetizada– buena parte de su pensamiento. De los distintos temas que van surgiendo a lo largo del camino, me centraré –por su relevancia– en los relativos a Teresa como fundadora y poetisa.
Respecto de la primera faceta, la monja comenta que no se cansó de fundar porque, sin sujetar el impulso, lo hacía “según el croquis divino que se [le] pintaba en el pecho. Y no buscaba gustar a nadie”. Su fundar mucho fue “ejercicio de humildad… Humildad para pedir la tierra y sacarles a los cristianos de mano apretada las tablas, los ladrillos, las tejas”. Pero humildad también para llevar adelante la convivencia de las mujeres que allí habían de vivir. “¡Y tantas limitaciones más! Todo eso era sentirme necia a cada hora, y reírme de mí sonoramente y volver a empezar, diciendo, entre caída y caída, gracejos para echar atrás la pesadumbre”.
En cuanto a su dimensión poética, Teresa confiesa a Gabriela que sus contadas poesías las escribía para sus monjas, después de hallarlas “algunos días como frutas redondas en el regazo”, pues “eso también viene del amor, y no del pensamiento con jadeo… En cuanto vuelves y revuelves lo que vas a decir, se te pudre, como una fruta magullada… Es la Gracia, que iba caminando a [mi] encuentro. Para eso de los versos, te limpiarás de toda voluntad; el camino no es de empujar nosotros hacia Dios, sino que Dios empuja los conceptos hacia nosotros. Y no olvidarse de que ello es un juego gracioso con el Espíritu, y nada de cosa para engreírse, ni que libera de hacer las otras, los trabajos duros”.
En este punto compara el funcionamiento de la gracia con el de una puerta entornada en la que, al apoyarnos en ella sin saber que está entreabierta, cede súbitamente. “Se entra en el cielo como por sorpresa… Tenemos la cabeza inclinada en un trabajo; de pronto el cielo se abre y se camina hacia las cosas secretas: pero la puerta se vuelve a cerrar y has de seguir [adelante con las cosas del mundo]”². ¡Buena guía literaria y existencial la que encontró Mistral en la ´viejecita castellana´!
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¹ Extractos de una conferencia sin fecha, en VARGAS SAAVEDRA, LUIS, Prosa religiosa de Gabriela Mistral, Santiago de Chile, editorial Andrés Bello, 1978.
² En Prosa de Gabriela Mistral, CALDERÓN, ALFONSO, comp., Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1989.