Revista Literatura
Esta semana nos hemos vuelto a acordar de Fernando Martín, aquel héroe mítico del deporte español, ese guaperas de pose chulesca que muchos envidiábamos como si se tratara de una estrella del celuloide, ese competidor nato que arengaba a sus compañeros en el vestuario cuando “solo” iban ganando de quince puntos al adversario: “de veinte, de veinte”, cuentan, los que le conocieron, que gritaba. Lloré la muerte de Fernando Martín, y no es una metáfora, de la misma manera que se me han saltado las lágrimas, en más de una ocasión, cuando he contemplado las dentelladas de Rafa Nadal a sus trofeos, o cuando Iniesta nos hizo campeones del mundo, o con los goles de Raúl, Zidane, Mijatovic o Sergio Ramos en las finales europeas, o cuando Casillas ha levantado al cielo las copas, como un Braveheart balompédico, entre una nube de fuegos artificiales. Y también he llorado algunas/muchas derrotas, contra ese Milan atosigante con aquellos holandeses prodigiosos, o cuando se nos heló el aliento en Eindhoven o cuando Arkonada no pudo detener esa falta lanzada por Platini que todos consideramos facilona. Y volví a llorar, enmudecí durante varios minutos, cuando Uli coló ese gol histórico que nos devolvió a la máxima categoría, o muchos años antes, con ese tanto de Valentín que nos rescató de las catacumbas. El deporte ha conseguido abrir las puertas de mis emociones, y lo sigue haciendo, puede que me suceda de por vida. Tal vez sigo siendo, en el fondo o en el exterior, ese chaval que regateaba en la Plaza de los Caballos, que tragaba albero en el majestuoso campo de los Salesianos, que cambiaba cromos en el Realejo, que seguía las retransmisiones de los partidos con una vieja radio de plástico naranja. No me avergüenzo de ello, forma parte de mí, de mi identidad. Grito y salto viendo determinados partidos, los de alrededor se ríen, dicen que me transformo en otra persona, corro la banda del salón, remato en plancha en boca de gol a riesgo de destrozar una lámpara o jarrón, celebro los goles como Cristiano o Raúl. Y... sigue leyendo en El Día de Córdoba