El paisaje de Mochima: montañas y mar
Cuando estaba pequeña, la más viajera de mis tías y mi mamá, me subían al carro y salíamos de Caracas a perdernos en otro paisaje. De esa época siempre recuerdo la brisa del camino, el detenernos a comprar alguna fruta, comer arepas y tomar jugo de caña. Un día podíamos estar abrigadas por el frío del Páramo, en Mérida y dos días después, luciendo el mejor traje de baño en alguna playa de Oriente, a donde siempre íbamos con insistencia.
Recuerdo todo eso porque fue justamente en Playa Arapito, una de las tantas que forman parte del Parque Nacional Mochima, donde me picó por primera vez una aguamala y la tragedia del ardor en el dedo me duró todo un día. Recuerdo también la arena carrasposa y roja de Playa Colorada, sus palmeras altas y los cangrejitos jugando por doquier; así como la claridad de Isla de Plata, que me parecía grandiosa e inalcanzable.
Todos esos paisajes quedaron suspendidos en mi mente. Por eso ahora, cuando voy por mi cuenta a verlos, es inevitable sentir que voy en la parte de atrás del carro de mi tía mirando por la ventana, descubriendo cosas por primera vez. Siempre intento recordar.
Se ven muchos alcatraces durante el trayecto
Poco antes de las nueve de la mañana caminé hacia uno de los muelles del Centro Comercial Plaza Mayor, en Lechería, en el estado Anzoátegui. En esta ciudad tan pequeña en la que todos insisten en decir que es muy fea, hay sitios como este que resaltan por sus colores, aunque debo confesar que tengo poco más de cinco años sin caminarlo. Pero no me voy a desviar. Desde el muelle me iría en lancha a recorrer algunas playas de Mochima -que fue declarado Parque Nacional en 1973 y se extiende desde Anzoátegui hasta Sucre- con la promesa final de ver a los delfines.
Había llovido mucho el día anterior, pero esa mañana el sol despertó inclemente como para resarcir su ausencia. Estamos en pleno agosto, época vacacional, gente por todos lados. Por eso me aferré a la idea de hacer este recorrido un día de semana, lejos del caos. Así, subimos a la lancha a tiempo y con calma, para no detenernos hasta llegar a Playa El Faro y fue perfecto: no había yates con música a todo volumen, poca gente y el agua clarita. Me cuentan que cada sábado y especialmente los domingos, esa playa (como muchas otras de Mochima) parece un estacionamiento, una guerra de sonidos.
Llegando a Playa El Faro
Playa El Faro
El agua de Playa El Faro es fría y hay aguamalas, pero nada de eso me importó las tres veces que me lancé desde el muelle. Nadé con calma, reí varias veces y comencé a escuchar los cuentos de “Mi tío” y Franklin, los lancheros que tenían a bien llevarnos a varios lados. Efectivamente, esta playa tiene un faro, pintado en blanco y rojo, y aunque la cuesta no se ve tan empinada, no está permitido subir porque el camino no es apto, sobre todo para bajar. Del otro lado de la isla, el mar se extiende y el paisaje se vuelve mucho más amable. Nos quedamos aquí casi una hora y media.
Luego, la lancha buscó el rumbo hacia el Santuario de los delfines, una zona a mar abierto en la que los delfines aparecen, alegran el paisaje, hacen que tomemos muchas fotos intentando captar su mejor pose y nos vayamos con esa sensación de ser felices en medio del mar. No los vemos de buenas a primeras, estaban tímidos, pero a la vuelta, nos acompañaron todo el trayecto. Mientras los buscábamos, llegamos a la Cueva de la Virgen del Valle, una formación natural que me conmovió por su historia y porque soy devota de esa virgen (eso lo contaré en otro post).
Cuando recorres Mochima, las playas van apareciendo casi una detrás de otra. A muchas de ellas se les puede llegar por la carretera que conecta al estado Anzoátegui con Sucre, pero a otras solo se puede ir en las lanchas que se toman o bien desde Plaza Mayor, como yo hice; desde el Paseo Colón, en el centro de Puerto La Cruz, o desde las propias playas si ofrecen el servicio de ir un poco más allá. Toda esa costa es generosa, por eso me entristece escuchar historias de narcotráfico por esa zona. El paisaje es hermoso, es cierto, pero tampoco podemos tapar el sol con un dedo. La realidad aplasta.
Una fotico de La Piscina, tomada con mi teléfono
Y otra de La Piscina, tomada con la cámara
Después de intentar buscar a los delfines, llegamos hasta La Piscina, un pedacito de mar, una playa sin muelle, transparente, con los corales haciendo de las suyas. La lancha se ancla allí y hay que lanzarse al agua como mejor venga. Este lugar es adorable y me gustó llegar ahí sin muchos contratiempos. Los fines de semana aquí también son una locura, igual que durante la temporada alta. Hay, incluso, quien cobra por cuidar las lanchas que se quedan “estacionadas”. En cambio, estábamos ahí, en ese mar sereno y claro, sin ninguna prisa.
La parada final era en Playa Arapo, donde me permití comer unos calamares con mucho limón y pelée con su agua clara, pero sucia. Dejan mucha basura allí y aunque entiendo que cuando llueve, el mar arrastra muchos desperdicios a su orilla, también creo que hay un poco de inconsciencia en quienes la visitan.
Los delfines alegran el paisaje
Durante el camino de vuelta, entiendo que recorrer Mochima es volver a mi niñez. Paso por Playa Colorada y se ve roja desde lejos; por Arapito y me río por la aguamala y por Isla de Plata para darme cuenta que es muy, muy pequeña y no tan inabarcable como en mis recuerdos.
Si quieren hacer este recorrido exacto por el Parque Nacional Mochima, pueden contactar a Aventura Marina (0281.282.26.06 y 0414.820.64.93) El grupo mínimo para salir es de cinco personas. Si tienen la suerte de ir en la lancha con Franklin y “Mi tío”, les dan saludos de mi parte.
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