No estaban por ninguna parte. Tampoco recordaba dónde ni cuándo fue la última vez que las vio. ¿Sería el otoño pasado?, ¿o tal vez algún día de este verano, extraño y loco, en el que no ha parado de llover? Era imposible saberlo, pero ahora parecían haberse esfumado.
Gruesos goterones salpicaban las aceras. Los paraguas y chubasqueros amarillos luchaban por dar color a un día demasiado gris, aunque era posible que, en esa época, todos los días tuvieran ese tono triste que oscila entre el blanco y el negro. Los charcos bailoteaban con el compás de la lluvia y amenazaban con empapar sus apresurados pies y destrozar sus carísimos zapatos de oficinista formal.
¿Dónde diablos habrían ido a parar aquellas horribles botas de goma? A veces creía que tenía en casa unos duendes socarrones que se entretenían en desaparecer las cosas, no ya cuando las necesitaba sino que, además, les encantaba hacerlo cuando más prisa tenía. Volvió la mirada hacia el regio reloj que coronaba la escalera. No podía perder ni un segundo más en aquella estúpida búsqueda, ya lo haría por la noche al volver de la oficina o, quizás, el sábado porque, total, su infalible aplicación móvil del tiempo no vaticinaba ningún día más de lluvia durante esa semana. Gracias a Dios.
Se enfundó su gabardina, tomó su negro maletín y abrió el paraguas también negro. Al cruzar el dintel de la puerta un rayo iluminó la mañana. Miró de nuevo la hora y aceleró el paso. Un trueno resonó junto con los insistentes cláxones del atasco matutino. El infierno debía parecerse mucho al tráfico de un día de lluvia.
La valla del parque estaba cerrada. Aquel nuevo contratiempo le retrasaba aún más. Lo bordeó con la mirada fija en el suelo, solo le faltaba meterse en un charco o, peor, caerse.
Oyó risas a su espalda. Volvió la cabeza luchando por mantener el paraguas en posición para no mojarse. Nadie le seguía. Dio dos pasos más y volvió a escuchar las carcajadas. Desandó el camino, el sonido jovial y divertido parecía venir del interior del parque. ¿Quién en su sano juicio se salta la verja de un parque cerrado por temporal?
Abrió y cerró los ojos varias veces. Rápido, muy rápido. Se los frotó haciendo malabares con el paraguas en una mano y el maletín en la otra. Estaba teniendo alucinaciones, eso debía ser. Se pellizcó pero allí seguían. Junto a los columpios, saltando divertidas sobre un gran charco, sus desaparecidas botas de agua jugaban ajenas al ruido del mundo. Chapoteaban felices dejando que sus risas, casi infantiles, inundaran el aire. Sobre ellas, el cielo había dibujado un radiante arco iris y las gotas de lluvia se unían a ellas formando círculos en el agua.
A los pies de la verja, una gabardina triste, un maletín negro y un paraguas, también negro, esperaban, abandonados a su suerte, junto a un par de carísimos zapatos. Los transeúntes con prisas no prestaron atención al hombre que, dentro de unas brillantes botas de agua, saltaba, sin medir el tiempo, sobre los charcos. Al fin y al cabo, ¿quién se fija en un loco que ríe bajo la lluvia como si no hubiera nada más importante en el mundo que vivir aquel instante?