Está claro que el estatuto del cuerpo en el cine se ha convertido en el centro problemático alrededor del que giran (casi) todas las películas de nuestra contemporaneidad. La cuestión es lógica y ya forma parte de un debate “antiguo”: todas las imágenes que nos rodean, tanto si entran dentro los códigos que definen cada categoría artística, como si nos acompañan en nuestra cotidianeidad ofreciéndose como soporte de un dispositivo móvil, han conseguido que nuestro tiempo se encuentre cerca culminar el sueño de Pigmalión: «no formar simplemente una imagen para el cuerpo amado, sino otro cuerpo para la imagen, quebrar las barreras orgánicas que impedían la incondicionada pretensión humana a la felicidad». Una «semejanza sin arquetipo», en palabras del pensador italiano Giorgio Agamben. Una imagen que el “individuo moderno” mira buscando una homología, pero que percibe como extraña, vaciada de toda identidad, de todo resquicio de lo humano. De esta manera, ha terminado conformándose un nuevo tipo de subjetividad mórbida, ensimismada, que rehuye todo tipo de vínculos con los espacios físicos con que se relaciona, ignorando incluso a individuos que la rodean. Únicamente muestra interés en que el cuerpo desarraigado de lo cotidiano interactúe con las imágenes que han conseguido arrebatarle su identidad. Estamos hablando de aquello que ha definido lo rasgos de lo post-humano, y de su anhelo íntimo de encarnarse en aquellos lugares en los que no puede habitar con su cuerpo.
Pese a cada uno de los toques del género fantástico con que se presenta Under the Skin, pese al halo de misterio que recubre cada uno de los avatares de su “alien” protagonista, interpretado por Scarlett Johansson, mientras recorre las calles de Glasgow buscando cuerpos que seducir para ser trasladados a su planeta, nos encontramos ante una reflexión abierta sobre el umbral que produce lo humano. Cuando el cuerpo falla, cuando aquello que debería asegurar una identidad descubre su naturaleza ingrávida confiriendo a lo biológico una naturaleza fantasmica, superviviente, entonces nacen todas las dudas sobre la humanidad junto a una inasumible nostalgia por la animalidad perdida. No obstante, la humanidad accedió a ir más allá de sus límites creando un nuevo cuerpo para combatir y erradicar el miedo a su ingobernable animalidad. Estamos hablando de autoinmunidad y autoprotección ante lo desconocido. Abandonar el cuerpo “por si las moscas”, por lo que pudiera desmoronarlo. Pero quién iba a pensar que surgiría el arrepentimiento y con ella de la pregunta clave de cómo volver al cuerpo, de cómo volver a encontrarse con esa masa inerte de huesos, músculos, grasa y fluidos de la que no quiso saber nada.
Under the Skin sondea la tentativa de este recuento mientras Scarlett Johansson, como se ha apuntado más arriba, recorre las calles de Glasgow con su furgoneta buscando cuerpos que secuestrar. En su tarea la ayuda un cómplice que viaja en motocicleta, y que la va apuntando objetivos. A diferencia de Scarlett (que como casi nadie en la película, dispone de un nombre) su recorrido a lo largo del metraje no le supone una experiencia. No varía su cuota de “humanidad”. Porque la diva de Hollywood, en su papel más terrenal hasta la fecha, evoluciona a medida que trata de ponerse en contacto con cada uno de “los otros” con los que debe interactuar para conseguir su objetivos. Su vuelta al cuerpo, su regreso a la producción de humanidad, es un ejercicio de aprendizaje de la “alteridad” perdida. Este cambio se encarna perfectamente sobre la violencia que trae implícita su búsqueda de la humanidad. Esta búsqueda, al realizarse sobre un recorrido inverso al que debería ser “natural” engendra la violencia que despliega Scarlett. Pero va disminuyendo a medida que entra en situación con los humanos. Sin duda, se puede afirmar que Under the Skin es un ejercicio sumamente melancólico alrededor del viejo axioma del “Yo soy los otros”. No hay ni una sola pregunta, ni un solo intento por comprender la experiencia de “Narciso” que realmente regula nuestro tiempo, y a la que nos ha condenado este sueño de Pigmalión de estar constantemente enfrentados a la imagen que nos hemos auto-construido.
Este último trabajo de Jonathan Glazer, después de la poco conocida Reencarnación (2004), será todo un hit. Quizás la película del año. No solo por que la diva se desnuda en un momento del metraje, sino porque recoge, al igual que las películas de Lars Von Trier o Steve McQueen todas las trazas de ese malestar que tanto reconforta al espectador y la crítica de nuestro tiempo: el sujeto vaciado, su deseo invadido y la vivencia de “los otros” como un infierno. Además, claro está, de una impecable factura técnica y un contundente uso de la simbología. Sobre todo en la utilización de los espacios naturales. Cuestión esta última que en un vistazo rápido equiparará Under the Skin con algunos de los trabajos de Andrei Tarkovsky. Pero esta visión creo que está bastante equivocada. Más bien, el film se encuentra dentro de una tradición de películas como La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y, sobre todo, Electroma (Daft Punk, 2006). Digamos que el “alien” al que da vida Scarlett es una especie de replicante que regresa a la tierra para reencontrarse a través de su razón sensible con la materialidad de su cuerpo, después de que este cuerpo haya sido sustituido por otro virtual. Y en su regreso descubre que los humanos ya no hablan su idioma, que han perdido toda esa sensibilidad humana que ella guarda celosamente debajo de la piel. Pero Scarlett no está programada de antemano, ni siquiera para morir. Aunque al igual que los “Cuerpos robados” de Siegel, los Replicantes de Scott o los Robots de Daft Punk, se topará con una realidad difícil de digerir dada su naturaleza: se puede mantener una doble vida, pero solamente acontecerá una muerte. Pese a que la propia condición del nuevo estatuto de las imágenes se empeñe en trasmitir la esperanza de hallar un umbral donde se produzca el rencuentro con lo humano extraviado.
Ricardo Adalia Martín