Revista Humor

Uniforme

Por Indianing
Uniforme
Una mañana, saliendo de la gasolinera, un mosso d’esquadra que se creía Clint Eastwood, se acercó, miró a Pati, me miró a mí (como si acabásemos de aterrizar con antenas radioactivas) y me dijo: ¿Le pones el cinturón o te lo digo de otra manera?
Tenía que haberme arriesgado a que me lo dijera de otra forma, tal vez dominaba varios idiomas, o era capaz de mover las orejas mientras hablaba, o podía caminar sobre una mano a la vez que con la otra me extendía una sanción. Y es que un uniforme, a un mequetrefe, lo convierte en Dios.
Si no, no me explico lo que lleva a los soldados a cometer esas vejaciones con personas que ya están presas, que ya son castigadas con la falta de libertad. Parece que uno se siente poco menos que nada antes de enfundarse su casaca azul, su casco verde, sus medallas o su tricornio, y lo que durante el amanecer era un tipo gris, arrastrando un pasado corriente, calzado con zapatillas, bajando la basura y pasando la maquinilla de afeitar por su barbilla, se convierte al apretar su cinturón y ajustar su gorra, en un poderoso hombre creciente, que cree haber adquirido dos tallas más de hombros (sin dejar de ser un soplagaitas con pistola, lo cual es tremendamente peligroso).
Debería ser un desafío importante para los sociólogos y psicoanalistas: lo que hace un uniforme en la piel de un hombre, la transformación que se lleva a cabo, el poder que se adquiere, la crueldad que en muchos casos se refleja en sus miradas y en sus actos.
Tal vez sea una condición humana, y por cada peldaño que uno es capaz de alcanzar, dejando a otros a pie de calle, se produzca una subida de testosterona que solo podrá volver a sus niveles recomendados tras obligar a un reo a bailar la danza del vientre, masturbarse, o sonreír a cámara disfrazado de monja.
La otra mañana me encontré al mosso en el súper, empujaba un cochecito de gemelos, llevaba un jersey negro, ojeras y dos barras de pan. Me dio pena y le dejé pasar delante de mí en la cola. Sin su uniforme ya no era políglota, ni movía las orejas, ni mucho menos rellenaba multas. No pude evitar musitar:
- ¡Anda, pasa, mequetrefe!

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