UNO. Hay verdaderos genios en esto de recomendar libros. Cuando Taibo II agita un volumen desde el escenario, me salto la presentación, me levanto con la angustia de los seres incompletos y corro a buscarlo, no vaya a ser que se acabe. En ocasiones, memorables, hasta coinciden nuestros gustos. También existen auténticos maestros del prólogo como Fresán. Es difícil sustraerse a la melodía sinuosa del encantador de serpientes que materializó La velocidad de las cosas. Invoco su manto protector y la determinación áspera del agente de la Continental en estas páginas. Tres suicidios y Un mar de piedra pómez. Fresán style.
DOS. Jose Garzón es un tipo extraño. Como si le faltara una tilde. Digo esto en atención a los curiosos que busquen datos en la solapa. Los editores, cuyo desbordante optimismo o circunspección según el caso han hecho posible este sueño, han parido un ejemplar sin información acerca del autor. Sin solapas. Semejante estratagema pynchonyana no esconde grandes misterios. El escritor es castellano. Profundo. Incómodo en el abrazo, seco como un garrotazo, en especial por teléfono. Yo hace meses que ni lo intento, me limito a quererle en el intervalo entre diástoles para que no salga corriendo, porque nuestra relación es un mapa de ausencias y breves desencuentros.
TRES. A saber. Hay lugares para ver morir la tarde, para dejarse llevar entre cervezas hasta el invierno seco de una playa. El bar Cantábrico albergó un concierto al que no asistí por un motivo que ni recuerdo. Jose Garzón tocó esa tarde y el dueño, irreductible ante las crisis, el tiempo o los cambios de clima, recuerda con una sonrisa. Ahí me tumbo un rato mientras miro por la ventana y escarbo notas en las paredes. Toco las páginas y escucho música.
CUATRO. O del frío entre montañas y de su asombro ante la cadena de montaje improvisada y eficaz que preparó una cena especial y tal vez puso fin a un grupo de amigos. Ahí estuvimos los dos pero el resto, la vida la hacemos así, son huecos. Parte de esa conclusión y de esa ternura se escapan del aire de las hojas al pasar.
CINCO. Porque, ha llegado el momento de decirlo, tienes delante un libro que te convierte en personaje. En material literario. Las palabras que en algún momento te van a envolver sin que te des cuenta, lector, son tuyas. Igual que ese pase perdido que un domingo temprano, mientras los nudillos se vuelven blancos en la barandilla del Muro y algún veterano masculla entre dientes, arroja al limbo un balón que el agua devolverá en forma de abrazo y cansancio de guardia. Estará Capote, y el Cojo, un encontronazo fugaz de historias en el aeropuerto, María, tu ciudad, tu derrota y tu dignidad. Estarás tú.
SEIS. Naranjas cada vez que te levantas, de Julio Rodríguez. La ñoaranza de Artemio Rulán, de Rafa Cofiño. Tres suicidios y Un mar de piedra pómez, de Jose Garzón.
SIETE. Y no hace falta decir nada más.
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