Por Hogaradas
Llegué hace ya trece ańos, el día en el que mi tía Fina guardó aquella pequeńa moneda como recuerdo, la misma que nadie supo jamás que obraba en su poder, ahora en el mío, y que mi primo encontró tras su fallecimiento, días más tarde de haber comido con mis padres con las llaves ya en mi poder, varios días después de haber hecho las compras pertinentes y la pequeńa mudanza con mi Talbot Horizon, tiempo después de que aquel viaje en el que el taxista me hablaba de la mala elección que había hecho con mi cambio de barrio (no sabe cuánto se equivocó en sus predicciones), un martes cuya noche se prolongó con una larga conversación telefónica con mi amigo Ovidio, confidente de muchas cosas y consuelo en aquel momento para alguien temeroso ante cualquier ruido, todos extrańos aún, que se produjera a su alrededor.
Aquí he vivido muchos de los momentos más hermosos de mi vida, algunos tristes también, todo hay que decirlo, pero de tan poca importancia que su recuerdo apenas ha conseguido hacerse un pequeńo hueco en el espacio de mi memoria.
Creo que cada uno de nosotros somos capaces de generar a nuestro alrededor la energía suficiente para procurarnos esos momentos de felicidad que todos deseamos, rodeándonos de quienes queremos y más nos quieren, de los amigos de siempre, mirando a nuestra alrededor y viendo todas y cada una de esas, nuestras pequeńas cosas, disfrutando de los silencios, como ahora mismo, huyendo de ellos y alborotándonos cuando es preciso…
Siempre, desde que he llegado, he procurado crear una especie de pequeńa burbuja que me proteja de todo aquello que intente arrebatarme esa buena energía con la que llegué y que tras todos estos ańos sigo manteniendo, tanta fue la ilusión con la que recibí este sueńo que tras muchos ańos se había cumplido.
En la vida hay muchos días felices, especiales, importantes, hermosos, grandes, inolvidables, inmensos. A veces se habla creo que a la ligera de ese único día más felices de nuestra vida, olvidándonos de que ha habido otros que en su momento fueron igual de hermosos, de que seguro que en un futuro habrá todavía alguno más, cada uno de ellos con sus propias razones para serlo, todos y cada uno de ellos con su particularidad.
Uno de esos días más felices de mi vida fue aquel martes cinco de septiembre, ese día en el que Boni salió a despedirme a la puerta ignorando que ya no iba a regresar, el mismo en el que el tiempo transcurría más despacio de lo habitual, aquel en el que por fin iba a verme como desde siempre había sońado, en mi propia casa e inmensamente feliz.