Mi familia siempre ha sido una gran amante de los animales.
A lo largo de los años por nuestro hogar han desfilado dos docenas de perros, gatos, tortugas, pájaros, peces y hasta un pavo al que con cariño llamamos Arturo.
A veces me acuerdo de él.
Llegó un marzo y fue uno más de la familia hasta que misteriosamente desapareció el día de Nochebuena. Quizá no desapareció y simplemente había enterrado bien hondo el recuerdo de su muerte hasta hace poco. Teníamos que cortarle el pescuezo, pero nadie fue capaz. Mi madre dijo que se había encariñado y que no podía. Mi padre respondió con un Trae pacá el cuchillo, pero al ver la mirada inteligente y casi humana de Arturo tampoco encontró el valor para hacerlo. Yo tampoco quería que se lo cargasen: había jugado el fútbol con él y era bastante mejor delantero que Damián, mi amigo imaginario.
Entre todos llegamos a la conclusión que lo mejor que se podía hacer era indultar al pavo.
Entonces apareció Antonia (la mujer que llevaba 12 años trabajando en casa). Fuerte, con una misión y un diente de oro. Se acercó tranquilamente a Arturo y le rebanó el cuello sin expresión en el rostro. Limpió la sangre del cuchillo con el delantal, se dio media vuelta y siguió preparando la cena mientras silababa una alegra tonada. Nosotros mirábamos incrédulos como nuestro amigo se desangraba delante de nuestras narices.
Al principio nadie probó bocado de la carne que horas antes había sido Arturo, pero su delicioso aroma nos jugó una mala pasada y al cabo de veinte minutos Arturo reposaba en nuestros estómagos. ¿Canibalismo? Puede ser. La duda sigue atormentándome.
Vamos con los perros.
Ahora mismo en casa de mi padre viven tres canes: Lío, Mofly y Pepa.
Mofly
Mofly debe tener unos dieciséis años lo que en años humanos son muchos. Podríamos decir para entendernos que Mofly es el Fraga de los perros. Una institución en nuestro hogar. Camina lentamente, come con tranquilidad, pero como si no tuviese fondo y descansa el resto del día. Raza: Palleiro sin fronteras.
Pepa
Es un enorme Castro Laboreiro al que creo que no he acariciado desde que era un cachorro. Siempre que siento el impulso de acercar mi mano a su cabeza a mi mente acude un fotograma muy concreto de la película Tiburón de Steven Spielberg y se me quitan las ganas.
Lío
Según mi padre Lío pertenece a la raza Foralfa. “Me lo encontré entre un Ford y un Alfa”. Según la Gran Enciclopedia Ilustrada de los Perros, Lío , lo mires por donde lo mires, es otro palleiro del montón. Eso sí, ve la tele como un humano.
La historia de cómo Lío llegó a casa es bastante curiosa.
Hace un par de años mi hermana y mi padre iban paseando cuando escucharon unos gemidos. A mi hermana le escamó y comenzó a seguir el rastro de los llantos hasta un coche. Al mirar debajo mi hermana vio una caja de cartón que se movía y un perro pequeño al lado que la custodiaba. Arrodillada en el suelo alargó su mano, y arrastró la caja para descubrir dos pequeños cachorros de Ford/Alfa apenas recién nacidos. El tercer can en discordia debía de ser su madre.
Mi hermana es de esas personas que si pudiese se pasaría la vida salvando perros callejeros de seguro trágico destino. MI padre gruñe más, pero en el fondo es igual. Así que los tres perros acabaron en casa.
─¡Solo hasta que crezcan!─ advirtió mi padre para dejar las cosas claras.
Está frase es, por supuesto, una falacia que ocupa el puesto número dos en las mentiras de mi padre solo por detrás del famoso Solo la puntita que le soltó a mi madre justo nueve meses antes de que yo naciese.
El tema del bautismo también fue una cosa rápida: los nombres elegidos fueron los siguientes: los cachorros se llamarían Lío y Lía. ¿Y la madre? La madre Amalia. Pues vale.
Cuando los perros crecieron mi padre no cumplió su amenaza, pero sí que le exigió a su hija un poquito de por favor. Después del sermón sobre la responsabilidad y tal la cosa quedó en que Lío permanecería con mi padre, Lía con mi hermana y que a Amalia tendrían que buscarle un nuevo hogar.
Y así fue.
Ahora cada uno tiene su dosis canina. Mi padre cuida de tres y mi hermana cuida de dos.
La vida para Lío en casa de mi padre tenía que haber sido la de un jeque. Comer hasta reventar, jugar con Mofly, ver la tele mientras le tocan la barriga y lamerse las pelotas un par de horas al día.
Y así sería si mi padre (aventurero por naturaleza) no hubiese descubierto el canicross hace un par de meses. Después de leer el artículo en una revista, levantó la cabeza hacia su mascota. Algo se debió oler el bueno de Lío que enseguida salió corriendo despavorido de la habitación. Mi padre se levantó tras él y gritó:
─¡Bien Lío, veo que lo entiendes!
Ahora forman equipo. Y ya han corrido en alguna carrera. Si es que está claro: el hombre es el mejor amigo del perro.
…pero esa, es otra historia.
¡Salud hermanos!