Hay veces que, sin proponérnoslo ni coincidir en el tiempo ni en el lugar, llegamos a conocer a una persona de tal manera que es como si siempre hubiera estado a nuestro lado, como si la hubiéramos conocido en persona; como si, incluso, hubiéramos recorrido con ella unos caminos que han visto llover más agua de la que nos podamos creer. Hoy se hacen 132 años desde que se casaron mis trastatarabuelos Eusebio y Ramona, a los que obviamente ni yo, ni mi padre, ni tan siquiera mi abuela llegamos a conocer y que, sin embargo, siempre estuvieron ahí de una manera u otra. Ellos no, claro, y ni tan siquiera su recuerdo, pero sí el recuerdo de su recuerdo que, a fin de cuentas, sintetiza la esencia de una persona. Lo que merece la pena.
132 años. Quién lo diría. Hace 132 años Ramona ya no era joven para casarse, y mucho menos Eusebio. Ella tenía 25 años y él 32 y a esas edades, en 1880, lo normal era haber tenido ya tres o cuatro fíos. Pero había hambre, hambre de la que se clava en los huesos, ya no en la carne, sino en los huesos; y casarse era un lujo, incluso para los hijos de dos matrimonios que no es que fueran los más pobres del mundo. Ramona tuvo que esperar a que sus dos hermanos partieran a ultramar, a que dos bocas desaparecieran de su casa, para poder hacerse el ajuar, si es que a aquellos trapinos se los podía llamar así.
Eusebio tuvo que esperar a que las cosas en su casa fueran mejor. Labrador, carpintero, albañil, todo eso había aprendido a ser. Y se conocía los caminos de Borines como la palma de su mano porque, cuando era guaje, el güelu Xuan lo había llevado con él por todos y cada uno de ellos, casa por casa, puerta por puerta, a implorar caridad cristiana, un rial si tién usté caridad, siñora, un rial. Al guaje Usebio aquello le divertía, porque el güelu Xuan iba contándole historias de hacía muchos años, y cuentos, y le hablaba de la güestia y de les xanines que se escondían a cada paso que daban detrás de una roca y que, si te parabas a oír muy bien, podías escuchar cómo cantaban, casi confundiéndose con el cantar del regatu. El güelu Xuan gozaba de la presencia del nieto y además ganaba un poco dinero para poder comer. Que no es que faltara el pan en la casa, no; pero es que el güelu Xuan se moría de la vergüenza. Ocho hijos había tenido, ocho. Seis varones y dos hembras. Cuando la güela Florentina murió, ni los hijos ni las nueras quisieron hacerse cargo de aquel viejo que ya les parecía que estaba durando bastante. Sólo María, María la madrileña como la llamaban, porque años ha había ido a ganarse la vida a la corte y villa de lo que surgiera, la madre de Eusebio, la hija mayor, había aceptado cuidar del padre.Y Xuan se moría de la vergüenza y de la rabia. Que habiendo criado ocho fíos, ocho, tuviera María que cuidar de él, María, que en una ínfima casa en el Campón de la Infiesta lo cuidaba a él, y a los siete fíos que Eusebio encabezaba… aquello no lo podía ver Xuan delante, y por eso mendigaba, primero solo, luego con el nietín Usebio. El día que María la Madrileña se enteró, cuentan que los gritos se oían desde la Casabajo. Que moriría de fame ella si hacía falta, pero que ni el padre ni el fío iban a andar por ahí pordiosando. Que vaya ofensa para una familia trabajadora como ellos habían sido. Que lo honrado era vivir del trabajo de uno mismo, no de implorar la caridad de los demás. Y aquello se le quedó clavado a Eusebio, que a partir de entonces sólo vivió para trabajar. Para trabajar y pa la su Ramona, Ramonina, la vecina de la Casarriba, la que los hermanos le marcharon pa’ la Argentina y pal Uruguay.
El caso es que Eusebio y Ramona esperaron y la espera agradó a los padres. Veinte días antes de casarse, les firmaron un documento por el cual les transmitían diversos bienes para poder vivir tras el matrimonio, para que pudieran disfrutar de su vida independiente, ya que habían esperado tantos años. A Eusebio le dieron una tierra en la Paderna, y una tierrina en la Llora, y media cabaña en el Caón, y una vaca preñada, que no era poca cosa. Y a ella le dieron la tierra del Valle, a partir con los dos hermanos ausentes, y la mitad del Esprón teniendo en cuenta que por el Esprón iban a construir una carretera a una fuente que venían diciendo habían encontrado de aguas sulfurosas en Borines y a algún iluminado se le había pasado por la cabeza que a alguien pudiera interesarle como para acercarse a ella. Y la casina de la Orraca, la de la bisgüela, y un corralín, y un cuarto de hórreo y los aperos para arreglar aquella casa que se caía de puro vieja. Y todo eso era lo que tenían, sin labrar, sin cultivar, sin arreglar, en bruto, el trabajador Eusebio y la pequeñina Ramona cuando se casaron hace hoy 132 años. Quién lo diría.
Y se casaron. Y lo levantaron todo. Arreglaron la casa. Plantaron la tierra. Y en verano recogieron la fruta de los árboles y parió la vaca. Y al año siguiente Ramona echó el primer hijo, José María, y al poco tiempo a la segunda, María, y parecía que la vida no se iba a acabar nunca, y había años de cosecha buena, y otros de cosecha mala, pero no se terminaba el mundo, y el Usebio sólo tenía ojos para la Ramona y la Ramona para el Usebio, y nació la nena pequeña y -¡novelicemos un poco!- le pondrían Felicidad porque eso era lo que sentían. No hacía falta tanto como a otros les hacía falta: la nena María, que cuando creció y sus hijos y nietos y bisnietos crecieron acabó por convertirse en mi tatarabuela, aseguraba que jamás había sido tan feliz como aquellos años en los que entre ella y José María sólo comían en todo un día media sardina salona que descolgaba la madre Ramona de un gancho de la cocina y medio torto de maíz que les freía a primera hora de la mañana.
Parecía que la vida no iba a acabarse pero se fue acabando tan lentamente que casi nadie se dio cuenta. Un día José María embarcó rumbo a las Américas y jamás se supo más de él. Nacieron los nietos, cuatro, y todos más guapos que un sol, y en 1917 celebraron que hacían los 37 años de casados y a los dos días Eusebio dejó este mundo sin molestar, silencioso, sin rogar caridad como su madre le había enseñado. Desde entonces Ramona no dejó de vestir de negro y de mirar sonriente siempre pero siempre nostálgica a la casa del Campón, que heredaron unos primos, donde años atrás habían firmado sus padres la cesión de bienes para que ellos pudieran casarse y trabajar para echar arriba el matrimonio.
La primera y única foto se la hizo Ramona, pequeñina y sonriente, con más de setenta años, teniendo en brazos orgullosa a su primer bisnieto, en el corredor de esa casina en ruinas de la Orraca que ella había conseguido convertir en toda una casa familiar. Y un día, casi sin querer, Ramona se durmió para siempre, tranquila y satisfecha. El país se convulsionaba en una guerra sangrienta cuando ella se fue del mundo sin que casi nadie se enterase.
Hace hoy 132 años de que se casaron la Ramona y el Usebio. Y aún hoy siguen siendo unas bellísimas personas.
Muy feliz aniversario, trastataragüelitos. ¿Qué tal se ve todo desde ahí arriba?