Revista Religión
Por Fernando Alexis Jiménez | Las cosas marcharon bien hasta el día en que el Alcalde del pequeño pueblo decidió sacar un Decreto prohibiendo toda palabra vulgar en las conversaciones de los parroquianos. “Quien sea sorprendido expresándose de manera soez, será multado y en caso de no tener los recursos suficientes, expiará su error con varias horas de cárcel”, decía el documento que a unos les pareció jocoso, y a otros, obra de un leguleyo.
Lo cierto es que cayeron presos el Notario, el boticario y dos borrachitos que al calor de unas cervezas, dejaron escapar toda una suerte de improperios contra todo el que osaba reclamarles por su forma de hablar.
–Si las cosas siguen así—le dijo el Alcalde a su secretaria–, pronto todos estarán tras las rejas–
Y no es que el hombre estuviera siguiendo alguna línea religiosa en particular, sino que él mismo era muy vulgar y no soportaba las recriminaciones de su esposa, particularmente cuando iban a algún evento en el que faltaba a los buenos modales diciendo cosas fuera de todo.
Lo que pasó en este remoto pueblo, finalmente lo desconozco, pero lo que sí sé es que la decisión tomó por sorpresa a muchos que debieron revisar su lenguaje antes de incurrir en un delito.
Ahora, no es necesario que medie una ley de nuestra sociedad para que pongamos freno a las expresiones vulgares. Basta que hagamos un auto evaluación de todas las implicaciones que encierra no saber hablar adecuadamente, para que comprobemos la urgente necesidad de pensar antes de hablar.
Si somos vulgares en nuestra forma de comunicarnos con otras personas, herimos susceptibilidades y de paso manchamos la buena imagen que nos debe caracterizar como hombres y mujeres en proceso de transformación.
Las Escrituras nos instan a ser cuidadosos. El rey Salomón enseñó: “Evita toda expresión perversa; aléjate de las palabras corruptas.”(Proverbios 4:24. NTV)
Cambiar es posible. No en nuestras fuerzas, aun cuando es decisivo que nos decidamos a cambiar. No obstante, cambiar es posible si vamos tomados de la mano del Señor Jesús. ¿Se le dificulta modificar ese vocabulario soez? Con el poder de Jesucristo podrá lograrlo. Puedo asegurarle que, progresivamente, irá avanzando.
Una joven mujer me escribía recientemente llena de entusiasmo. “Sí funciona”, decía su mensaje. Era su respuesta, dos semanas después de un consejo que le di, sobre cómo vencer con ayuda de Dios los raptos de ira. “Todos han notado mi cambio; estoy entusiasmada y con ganas de seguir adelante”, señalaba.
Todo es posible cuando vamos de la mano del Señor, quien nos creó (Cf. Filipenses 4:13). Estoy convencido que incluso, ese lenguaje procaz, puede ser modificado. Basta que se disponga a abrirle las puertas de su corazón.