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Carlos Jijón
(Publicado originalmente el diario digital LaRepública.ec, Quito, el 29 de mayo de 2013)
Carlos Fuentes menciona, en “Valiente Mundo Nuevo”, que la Utopía de Tomás Moro (escrita en 1516) fue uno de los tres libros, de los que llegaron a las Américas en las carabelas de los conquistadores, que de manera más profunda impactaron en la ideología del nuevo continente. Los otros dos fueron El Príncipe y el Elogio de la Locura. Esas tres obras estaban destinadas a tal punto a modelar nuestras ideas que, quinientos años después, no solo seguimos invocándolas con pasión en foros y asambleas, sino también proponiéndolas como sistemas políticos, e incluso a tratando de vivir según ellas.
El Príncipe, escrita por Nicolás Maquiavelo en 1513, influiría en la formación de unos gobernantes pragmáticos, que ganan las elecciones con programas de izquierda pero ejercen el poder como si fueran de derecha. Mientras que el Elogio de la Locura, que Erasmo de Rotterdam escribió en 1509 (para criticar a una Iglesia que podía llevarlo hasta a la hoguera) va a seguir presente en nuestros días, en la irreverencia de una prensa que duda del poder y se burla de él mientras este revisa hasta sus tuits para solicitar indagaciones fiscales.
La idea más potente de esos tres libros, sin embargo, sigue siendo la de Utopía, esa sociedad ideal basada en el derecho natural, donde la propiedad privada no existe y en la que gobierna de manera vitalicia un rey elegido por el pueblo, y que es asistido por un Senado.
Cuando la escribió, Tomás Moro había abandonado la orden franciscana y estaba a punto de asumir la Cancillería en el reinado de Enrique VIII de Inglaterra. Su relato era el de una república ideal establecida en una isla inexistente, regida por un orden tan justo que hasta las casas de los ciudadanos eran construidas de tal manera que ninguna pudiera gozar de más luz que la otras. Si el papa vive en Roma, y Dios está en todas partes, sin duda el paraíso quedaba en Utopía.
Sin embargo, el paraíso de Moro no es perfecto y (según anota Fuentes) abundan en él rasgos de crueldad y autoritarismo. Se ha extirpado la codicia y se prefiere el bien común sobre el individual pero también se ha perdido la libertad. En los siglos siguientes, América sería testigo, una y otra vez, de increíbles esfuerzos por construir Utopía. Desde el obispo Vasco de Quiroga, quien en 1526, con el libro de Moro bajo el brazo, creó en Michoacán, México, unas comunidades en las que se distribuía equitativamente los frutos del trabajo y no existía la propiedad privada; hasta la guerrilla del Che Guevara en la selva de Bolivia durante la década de los sesenta. O la actual guerra de las FARC en Colombia. Algunos creen incluso que Utopía ya existe y que queda en Cuba.
Uno puede entender que parezca honroso que un proyecto actual se presente como uno antiguo: ya que a nadie le gusta (como escribió Borges) deber nada a sus contemporáneos. Pero defender como vigentes en el siglo XXI las ideas políticas de los primeros años del siglo XVI, y además ser aplaudido por ello, comporta una especie de paradójica utopía.
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