Empecé el verano con el cuello, que no el pie, torcido. Sería el trasiego de cajas de la mudanza, los tres mil kilómetros de coche con las niñas cantando a capella o las noches de colecho con La Quinta acurrucada en mi hombro izquierdo. A saber.
El caso es que llegúe a Marbella con las cervicales cementadas y el ánimo henchido de buenos propósitos. Basta ya, me dije, estas vacaciones vas a aprovechar para descansar y cuidarte un poco. Ya está bien. Tú lo vales, te lo has ganado a golpe de colacao y brócoli al vapor.
Con las mismas me hice el firme propósito de darme un masaje para recomponerme los trapecios. Tardé dos semanas de no parar vacacional en encontrar por fin un hueco en nuestra apretada agenda estival. Cuarenta y cinco minutos para mí solita, un lujo asiático reservado a madres menos prolíficas que la que suscribe.
Llegué a la cita con la lengua fuera, el bikini todavía húmedo y sospecho que con el pelo lleno de arena sin peinar. Pero llegúe, y me dispuse a disfrutar de mi masaje como si no hubiera un mañana. Cuarenta y cinco minutos de oro para recuperarse de todo un año de abandono físico y psíquico.
El masajista, un señor amabilísimo que empuñaba una máquina de calor con una destreza encomiable, se dedicó a contarme su vida mientras yo dormitaba en la gloria sin reparar en mis carnes despatarradas sobre aquella camilla de SPA de tercera.
Al acabar me susurró muy cauto que ahora debía estar tranquila, sin coger peso ni estreses de ningún tipo, durante por lo menos una hora para que no se me volvieran a montar la infinidad de músculos que con tanto mimo se había dedicado a relajar. Todavía deben resonar mis carcajadas por aquellos pasillos de mármoles verdosos y espejos de azogues suntuosos. ¡Estar tranquila, dice! Claramente aquel canarión de voz melosa no había masajeado a una madre en pleno veraneo en la vida.
Porque las vacaciones con niños son de todo menos descanso, para qué nos vamos a engañar. No es que no nos lo pasemos bien, ni que no disfrutemos del ligero moreno que conseguimos ligar entre el cambio de pañal de La Quinta y el empeño en tirarse a la piscina sin flotador de La Tercera. Pero descansar, lo que se dice descansar, poco.
A riesgo de pecar de plañidera, yo por relajarse entiendo otra cosa que este trajín de toallas, manguitos y rastrillos desparejados, esta vorágine de cremas, duchas y aclarados infnitos, y este despiporre de horarios y costumbres en el que nos sumergimos las madres de familia cada verano.
Total que vuelvo casi más cansada que cuando me fui. Que ya es decir. Pero también más contenta, más morena y con las reservas llenas de Vitamina D para enfrentarme a los últimos estertores de este timo de verano alemán con máximas de catorce grados y lluvias torrenciales.
La granja nos ha recibido con las puertas abiertas, las cajas a medio deshacer y muchas promesas para un invierno que se anticipa movidito de novedades. Amén de una cobertura paupérrima y un wifi de contrabando que es nuestro débil vínculo con el mundo exterior y este refugio cibernético que ya empezaba a echar de menos.
Sea como fuere ya estamós aquí quitándonos el salitre mientras me debato entre deshacer las maletas o dejarlas hechas para el año que viene. Total…
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