“Tudo o que você precisa para se sentir bem”, decía el slogan del complejo. Amplios departamentos con vista al mar. La construcción permitía que todos gozaran de esa maravillosa vista. También permitía que, como las rendijas de ventilación daban a una gran tubería central, en el baño se pudiera escuchar lo que sucedía en los demás.
La acústica del hueco era envidiable. Los sonidos provenientes de todos los baños del edificio confluían allí en una sinfonía de intimidades. Esta sinfonía tenía sus cuatro movimientos, a saber: mañana, mediodía, tarde y noche. El primer movimiento, un allegro, coros de grifos al ritmo de los cepillos de dientes. El segundo movimiento a veces me lo perdía, muchos no volvíamos a almorzar y nos quedábamos en la playa, tampoco era muy interesante, el tema era siempre
el mismo y no tenía casi variaciones. El tercer movimiento era prestíssimo, donde las duchas tomaban protagonismo. Cada tanto intervenían las voces de algún tenor, barítono, soprano, contralto, o todos los matices vocales juntos, y era fácil identificar a los directores de orquesta que decidían a quién le tocaba bañarse primero. En el cuarto: el nocturno, no podía ser de otra manera, más dulce, libre y con cierto dejo de romanticismo. Pero claro, algunos sonidos que se infiltraban en la sinfonía eran realmente indeseables. Había que ingeniárselas para evitar oír y ser oídos. Tratando de ver el lado positivo de las cosas, enseguida encontré algunos beneficios de esta vía de comunicación. Durante el tercer movimiento la diversión era escuchar la nueva excusa que inventaba la madre de aquel curioso niñito, que insistía en entrar y verla desnuda. Después, el argumento demoledor del pequeño ante la negativa, y la madre preguntándose cuándo la dejarán bañarse tranquila. En el primer movimiento extendía mi estadía en el baño el tiempo suficiente para no perderme el siguiente capítulo de “La pesadilla”. Padre divorciado que no había tenido mejor idea que manejar más de dos mil kilómetros para llegar al complejo con tres hijas adolescentes, invirtiendo además sus pocos ahorros. Una lloraba porque extrañaba a su mamá. Otra por puro aburrimiento. La tercera porque ningún traje de baño le quedaba y sus hermanas se negaban a prestarle el suyo. Al padre se lo escuchaba en actitud conciliadora los primeros días, algo cansado después, le siguió la desesperación, hasta culminar en una explosión aquella mañana en que, después de descargar todo lo acumulado, amenazó con adelantar el regreso. Casi casi que lo aplaudo, o aplaudimos, esa vez éramos muchos agolpados en el baño tratando de escuchar por las rendijas.Lejos de la tubería sinfónica, mi mayor entretenimiento era bajar a desayunar e ir descubriendo a los directores de orquesta, los cantantes, al niño, su madre, la adolescente que extrañaba, la aburrida, la que no le entraba la malla, el sacrificado padre y otros tantos más. Algunas vidas con las que compartí momentos de íntima musicalidad y por las que pasé de incógnito por un ratito.Texto e ilustración: Ana Maria Ranieri