Es el estereotipo que todos llevamos colgado, el que determina la actitud del turista en la travesía por sus viajes
![Vacas flacas Vacas flacas](http://m1.paperblog.com/i/182/1827803/vacas-flacas-L-u0pQv3.jpeg)
Hace aproximadamente ocho años, después de tres meses de debate, decidimos – mi mujer y yo – viajar a Italia con motivo de nuestro viaje de novios. A pesar de que soy bastante reacio a la gastronomía ajena. Entre comer: "vaya usted a saber qué", en un país perdido del Congo, y comer: espaguetis, en un bar italiano. Nos decantamos – después de algún que otro rifirrafe – por la pasta de los martes. A pesar de las turbulencias a las puertas de Roma. Al final llegamos, como diría mi abuela: "sanos y salvos", al hotel de destino. Allí – en Roma – es cuando tomé conciencia del país en que vivía. Me di cuenta – y así se lo dije a mi mujer – que: "o los españoles somos muy ricos o aquí – en Italia – todavía no se han descubierto el oro de sus gallinas". Mientras en España – mi país – las grúas estorbaban al turista para realizar su instantánea desde las panorámicas de Benidorm, en Italia una grúa era – y lo digo con toda sinceridad – un buen motivo para inmortalizar su figura en la Canon digital. Los Audis, Mercedes y todo lo que sonase a "tecnología germana" eran – se podría decir así – los versos sueltos de Roma. Por las calles solo se veían Fiats y más Fiats aparcados o arrancados. Pero eso sí, la mayoría de las veces con conductores alocados, bien peinados y trajeados, al volante de sus Ferraris - me refiero a sus Fiats, claro está -.
En las calles de Roma, cruzar la acera se convertía en una odisea no apta para cardiacos. Hasta el más radical de los ateos – doy fe de ello – se tenía que santiguar dos veces, antes de visualizarse dando pasos en la otra esquina.
La visita del Vaticano – hacía pocos meses de la muerte de Wojtyła – me llamó muchísimo la atención. Lo primero que pensé: "¡Vaya, éstos son los que tanto hablan de pobreza!". Mientras el patrimonio civil de las calles romanas estaba sucio y seriamente deteriorado, los pasillos de San Pedro brillaban como una gargantilla en las vitrinas de la joyería. Me sorprendió – le decía a un compañero de ruta – la ostentación de tanto lujo en contraste con los dientes amarillos de los mendigos de afuera. Es la Iglesia – decía la novia de Manolo, mientras contemplaba los techos de la Sixtina – la que come con la plebe y duerme con los ricos. En aquellos tiempos de mieles y alegrías, el nuevo pontificado liderado por Benedicto marcada un antes y un después entre el atractivo mediático de Juan Pablo y los tiempos enigmáticos del Nombre de la Rosa. Hemos vuelto – decía Carlota – a los mismos muros de Umberto cuando el latín y la liturgia barata se convirtieron en un arma de ostentación entre las tribunas de las sotanas y las migajas feligresas.
Hasta el más radical de los ateos se tenía que santiguar dos veces antes de cruzar la calle
A la vuelta. Desde las ventanillas del tubo se veían los cientos de grúas que emergían de las tierras del Pocero. Mientras los Audis y Mercedes esperaban la luz verde en los semáforos de Lavapiés, los albañiles del andamio lanzaban sus piropos obscenos a las ejecutivas de Madrid. Los bungalows de Torrevieja y los apartamentos de Guardamar invadían los cristales de inmobiliarias omnipresentes en los rincones de la capital. El contraste entre las calles sucias de Roma y el glamour español marcaban las diferencias económicas entre las alegrías de aquí y las penurias de allí. Hoy – ocho años más tarde – miro con nostálgica la fotos pixeladas en las pantalla de mi PC. Me doy cuenta que la Italia de ayer se ha convertido en la España de hoy. Los Audis y los Mercedes son la excepción en los semáforos de Lavapiés. Los apartamentos y bungalows que colgaban de los escaparates madrileños son los mismos, que hoy, están cerrados a la espera de comprador. Estamos – decía esta mañana Inés, mientras leía las cifras catastróficas de la EPA - al borde de morir como país. Las vacas gordas del ayer ya no dicen Muu… en los tiempos de Rajoy.
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