Los preparativos lo tenían inmerso en una vorágine de emociones. Llevaba así desde que los cinco de la cuadrilla más las novias y amigas fuertes de cada uno acordaron tres meses atrás que de este año no pasaría, que este año estarían en los sanfermines. Y el momento había llegado ya. Cuando decidieron acudir a correr alguno de los encierros la fecha elegida para hacerlo a todos les parecía lejana por demás. Pero ya estaban allí, en el bed&breakfast que por un precio elevadísimo habían contratado por Air B&B. Eran las 7 de la mañana, la hora convenida para levantarse. Sí, había llegado el momento y la ocasión, como suele decirse, la pintan calva. No cabía echarse para atrás. Él era quien más había insistido en celebrar in situ la fiesta de Pamplona.
Alberto, Juana y Sonia habían decidido no levantarse siquiera. La noche anterior se habían pasado en la cena un poquito con el vino, el pacharán ofrecido por el restaurante tras los postres y los cubatas que tomaron por Estafeta hasta ni saben ya qué hora –sin duda alguna, alta- de la madrugada. El resto por su parte confesaron encontrarse en perfectas condiciones para realizar la carrera. Total, todo se resumía en unos emocionantes 2 minutos y medio aproximadamente. Correr, correr y correr era lo único que había que hacer. Tampoco parecía tan difícil, ¿no?
El bullicio, el color rojo inundándolo todo, las canciones. “A San Fermín pedimos, por ser nuestro patrón, nos guíe en el encierro…” Los periódicos alzados dirigiéndose casi amenazadores hacia la hornacina en la que se refugiaba un pequeño San Fermín allá en la cuesta de Santo Domingo dejaban traslucir en los rostros serios de los corredores el chute de adrenalina que el momento y la inminencia de la suelta de los toros suponía. Manuel estaba ebrio de emoción. La noche anterior había tenido especial cuidado con la bebida. Los veteranos del grupo –Jimmy, Carlos e Iñaki- lo habían advertido seriamente.
- Si queremos hacer una buena carrera y salir indemnes tenemos que acudir a ella tras una noche tranquila. Beber poco y dormir lo más que se pueda.
Así lo habían hecho y tras un desayuno suave, sólo un café y dos o tres galletas, allí que estaban con los nervios a flor de piel pidiendo la protección del santo de Amiens “… dándonos su bendición / ¡Viva San Fermín! ”.
La luz cegadora sobre sus ojos entornados y el bullicio de nuevo, las voces que a su alrededor oía sin poderlas ubicar correctamente lo tenían ciertamente aturdido. Nervios. El color blanco era el predominante. Y el rojo, también, sí, claro, el rojo, cómo no, estamos en San Fermín.
De los chicos era Iñaki quien más experiencia tenía por haber corrido ya cuatro o cinco veces los encierros. El día antes no se cansó de dar recomendaciones a los amigos. No beber esta noche, cuidado con los porros, la cocaína para despejarse no es buena cosa pues puede hacernos perder la conexión con la realidad… ¿Habría yo perdido dicha conexión? …; el estómago ligero para la carrera, tiempo habrá después de haber corrido para tomarnos un buen chocolate con churros en Estafeta… Churros, qué ricos…, pero yo… ahora… Tengo hambre, mucha hambre, siento un vacío grande en el estómago…
Jimmy y Carlos corren a mi lado, los estoy viendo. La sangre me golpea las sienes, sube a borbotones por las carótidas, el corazón parece irme a 200 por hora… Iñaki ha desaparecido, su pañuelo verde no logro distinguirlo en esta tolvanera de seres que corren y corren sin saber a ciencia cierta dónde están los toros o los cabestros que también pueden darte un fuerte empellón y arrojarte al suelo. Jimmy, el pequeño Jimmy, se ha resbalado en la curva de Telefónica, creo, pero no puedo pararme a mirar y menos a ayudarle… Corro, corro y corro como nunca jamás lo he hecho… Ya no puedo más. Carlos me dice que me aparte que el zaíno está muy cerca de mí…
El rojo lo inunda todo. Sobre el blanco, el rojo. Sí, también hay algún verde. Iñaki lo lleva o lo llevaba, he perdido el sentido del tiempo. Sólo dura algo más de dos minutos, pero a mí se me está haciendo eterno. ¿Dónde estoy? Ya no es el ruido como el de antes. Parece como que el silencio que precede al cántico a San Fermín se enseñorease en el espacio. “Entzun arren San Fermin / zu zaitugu patroi / zuzendu gure oinarrak / entzierru hontan otoi / ¡Gora San Fermín!”
Las chicas decidieron no participar. Juana y Sonia lo tenían claro desde el día anterior y por eso cenaron bien, bebieron mejor y se acostaron tardísimo. Teresa, Maika y Lucía sin embargo tenían el propósito de acompañarnos al menos unos metros durante la carrera. ¿Qué parte del recorrido sería el mejor para todos? La cuesta de Santo Domingo exigía tener una buena punta de velocidad pues al principio los toros tienen toda la fuerza del mundo, aunque también, como nos advirtió Iñaki, en esos primeros metros los bravos van bien arropados por los mansos y no hacen tantos derrotes como cuando, avanzado ya el encierro, se desentienden de los cabestros y tiran a todo lo que se mueve. Decidieron las chicas colocarse al final de Santo Domingo, en la parte derecha del tramo Ayuntamiento y Mercaderes; pensaban con acierto que desde allí verían venir a la manada y podrían buscar refugio seguro tras una breve carrera. Los chicos, claro, no podíamos ser tan prudentes. Elegimos Telefónica, próximos ya al Callejón, queríamos finalizar entrando en la plaza de toros; nos había dicho Iñaki que a esa altura del recorrido los toros ya iban cansados y aunque hubiera peligro sería más fácil esquivarlo.
No sé por qué veo ahora más verde que rojo; es fácil, pienso, que el madrugón y el cansancio de toda la jornada me confundan y que hasta me hagan víctima de un daltonismo que no sabía que padeciera. Los pañuelos al cuello me parece verlos girados sobre las bocas como si de barbijas o tapabocas se tratase. Me duele mucho el glúteo izquierdo. He debido resbalar y caerme como le ha pasado a Jimmy. No sé dónde estoy y no veo a Jimmy…
Gracias a Dios, Carlos me ha avisado y he tenido tiempo de apartarme a mi derecha. La imagen de los recortadores que tanto me gusta ver durante las fiestas se apropia de mi cabeza. El zaíno, más bien negro bragado, ha agachado la testuz izándola de nuevo con enojo y en su brusco zarandeo ha topado conmigo que he resultado sacudido hacia arriba perdiendo contacto con el suelo.
Tampoco están ellas, sobre todo no veo a Teresa. Ese berrendo que entró con tanta fuerza en Mercaderes habrá tenido que ver con su desaparición. ¡Tantos proyectos que teníamos! No te preocupes, Manuel, estoy aquí. Me tranquiliza oírla; está bien. Tranquilo, estás en buenas manos. En buenos pitones, pienso para mí. Ese zaíno… ¡Mamá! ¡Mamá!…
Las sirenas de una ambulancia resuenan en el silencioso bullicio de Pamplona. Los facultativos se dan el parte: ‘herida por asta de toro en el pliegue del glúteo izquierdo, con dos trayectorias de 3 y 7 centímetros; y una segunda cornada que interesa al riñón derecho con rotura traumática de la arteria renal. Ha perdido mucha sangre.’ No conozco a nadie, sus voces me confunden, usan un léxico que no comprendo: nefrectomía parcial, obstrucción urinaria, derivación urinaria necesaria… Hay una expresión que sí que entiendo: estado muy grave.
No hay nadie ya a mi alrededor aunque percibo que hurgan en mi cuerpo vuelto de espaldas sobre una fría camilla. Otra vez esa luz intensa sobre mis ojos… Alguien quiere abrírmelos y mirar en su interior… Teresa no está… ¡Mamá!… Quiero llorar, quizás así alguien acuda… Los ojos no responden… La luz de nuevo quiere entrar en ellos… ¿No estaré soñando?
Camino solo por una calle desierta que conozco de siempre pero que inexplicablemente no puedo decir cuál es. No sé por qué sólo yo estoy en ella. Es una calle de muchísima circulación, siempre está llena de vehículos, de sonidos de cláxones, de motores que echan humos mortales, de personas que caminan agitadas hacia ¿dónde o qué? A hacer alguna compra seguramente. Pero lo que veo ahora es nada, la Nada. Un verso clásico y romántico acude a mi cabeza, decía algo sobre lo solos que se quedaban los… No, Dios mío, eso no. Aunque, bueno, habrá que conformarse, de nada sirve exasperarse. Intentemos arreglar lo que se pueda arreglar…
¡Manuel, Manuel, abre los ojos, vamos, venga, levanta! Como sigas así no sé yo si llegaremos al encierro.