Fue fácil, lo confieso.Lo hice casi sin darme cuenta. Un simple empujón bastó para que dieras con tus huesos en las afiladas piedras, al fondo del barranco. Allí habíamos ido los dos, borrachos, después de la fiesta del cotillón. Quería empezar el año sin ese rencor que se había merendado mi existencia y decidí hacerlo por la vía rápida: Muerto el perro, se acabó la rabia.Cuando me llamaste a tu despacho no fui capaz de entenderlo. Pero, si nunca te he fallado, ¿por qué yo?, te dije. Entonces me soltaste toda aquella perorata de sabes como están las cosas, los márgenes se han reducido, el consumo se ha resentido, los americanos han desechado nuestro último pedido, costos, primas, gastos, cuentas, accionistas, resultados, resultados, resultados... Las heridas provocadas por tus palabras hacían que se desparramara mi conciencia hasta sentirme hueco por dentro.
Eras mi jefe, y también mi amigo, compañeros de facultad. Cuando me llamaste aquel día para formar parte del proyecto empresarial y ser tu hombre de confianza, lo dejé todo casi sin preguntar, solo por la satisfacción de poder trabajar a tu lado, de poner en práctica aquellas teorías inventadas por los dos entre sorbos de cervezas los viernes por la noche. Celebrábamos los éxitos en los buenos tiempos como si de fiestas familiares se trataran. Después del despido, inevitablemente nos distanciamos. Mi edad y la situación del sector no me permitieron levantar cabeza. Un par de chapuzas en empresas de mala muerte y la inversión que hice del dinero de la liquidación que no salió bien. El matrimonio, ya de por sí poco sostenible, terminó por caer para revolcarse en el fango de mis culpas. Todo el castillo de naipes de mi vida, tan frágil como inmenso, terminó derrumbado y hecho montoncitos imposibles de recomponer. Te odié Alejandro. Llené aquel espacio vacío que me dejaste con tus palabras, de un odio irracional, por eso planeé nuestro encuentro, fríamente, para llevar a cabo mi venganza. Primero un encuentro premeditadamente casual a la salida de la empresa, preámbulo de un ofrecimiento a cenar por los viejos tiempos. Una semana después acordamos quedar para una de nuestras partidas de padel, volvimos a ser aquella pareja tan compenetrada y ambiciosamente ganadora. Revivimos durante unos días nuestra vida pasada y en tu gesto se te veía feliz por sentir la llegada de mi perdón. Todo parecía igual que antes, pero no sabías, que cuando llegaba a la soledad de mi piso, mis rencores me gritaban y me hacían sentir arcadas hasta hacerme vomitar la cena asqueado de tanto fingir. Hace justo un año, mientras paseábamos borrachos por el puente y me contabas aquel chiste malo, tu risa convulsa rechinó mi sesera y no pude evitar cogerte por los hombros y empujarte. Te quedaste mirándome perplejo, y de un segundo empujón caíste al vacío, en silencio, mientras me interrogabas con la mirada hasta perderte en la oscuridad. Solo me quedó grabada tu expresión y el susurro de la brisa roto por el chasquido de tus huesos. ¿No lo entendías? ¿No sabías que te iba a odiar hasta el fin de mis días? Pensabas que te había perdonado, incrédulo amigo, pero el ciego velo del rencor es muy tupido. Ahora, mientras oigo las campanadas en la soledad de mi celda vuelves, como cada noche. Tras las sombras, tu mirada y tu gesto perplejo me preguntan por qué. Ya no es el rencor lo que no me deja descansar sino la condena eterna de no poder perdonarte de mis culpas.