Sin recuperarnos todavía de la resaca de Mestalla y en mitad del mareo de datos y análisis propios de la jornada electoral, una nueva polémica arbitral ha puesto de manifiesto la animadversión general con la cual el Real Madrid es visto en la Comunidad Valenciana en general y entre el valencianismo en particular. Acertó el club che en la movilización de sus fieles para el partido sabatino ante el Madrid. Se decoraron los accesos al verde de Mestalla con imágenes de la laureada historia valencianista, se escogieron a conciencia fotografías de los días de vino y rosas con los ídolos históricos a la cabeza, se habló de la fuerza casi mística de Mestalla para contrarrestar el potencial futbolístico blanco y se recurrió a la vestimenta de la senyera valenciana para dar calor y colorido a las gradas locales. Pero no pudo ser. El trabajado equipo de Emery no pudo parar el avance imperial blanco por la Liga. Hubo polémica, decíamos, por la supuesta mano no pitada a Higuaín.
Sin detenernos a analizar las decisiones arbitrales por aburridas y subjetivas, sigue llamando poderosamente la atención el recelo valencianista a todo lo que huela a madridismo. Resulta complejo aventurarse a concretar cuál fue el detonante de dicha rivalidad. Más allá de la legitimidad valenciana y valencianista de ser importantes en lo político y en lo futbolístico, en tanto en cuando el Valencia fue y debería ser una de las alternativas al binomio dominante de nuestro fútbol, conviene echar un vistazo a algunos episodios que, más que desencandenar el fuego antimadridista, lo avivaron.
Quizás el primer gran desencuentro se vivió un 6 de noviembre de 1977. Hasta entonces, Levante aparte, el gran rival valencianista era el Barcelona. Pero aquel día de noviembre, en plena transición democrática española y con el orgullo autonomista desempolvado tras la dura travesía franquista, el Valencia de Kempes saltaba al Bernabéu envuelto en la senyera valenciana. Y el castizo público madridista no lo tomó de buen grado. Una sonora pitada del respetable desaprobó la indumentaria de los visitantes. Como recogía esta semana el Diario AS, la prensa capitalina tituló así el gesto: “Bronca en el Bernabéu a la horterada del Valencia” en el caso de El Alcázar, o un osado “El público del Bernabéu no es autonomista” en el caso de El País.
Ha llovido. Y entre chaparrón y chaparrón se sucedieron varias polémicas ya a todo color. Sin duda el fichaje millonario de Mijatovic, que dejó huérfano al Valencia para completar el victorioso Madrid de Capello que sentaría las bases del éxito de la Séptima, irritó a la parroquia che
sobremanera. Pese a que no eran grandes años para los valencianistas, Mijatovic era el buque insignia, el jugador franquicia a partir del cual
construir un equipo capaz de volver a la primera línea de batalla.
Después de Mijatovic, ya saben, el Real Madrid encajó seis goles en una eliminatoria copera en la 98-99, que recuperó la autoestima valencianista y que llevó a Mestalla a cantarle al Madrid un jocoso “Sois San Marino, sois San Marino”.
Además, ese mismo año, un golazo genial de Mendieta, con sombrero incluído, le daría la Copa del Rey a los valencianos ante el Atlético de Madrid en La Cartuja sevillana. Progresaba el Valencia. Primero de la mano de Ranieri y su poderoso contraataque y luego al calor del metódico Cúper con aquel ramillete de notables jugadores que se juntaron en una misma época, en un mismo club, para hacerse mejores entre ellos y para hacer emerger al Valencia hasta lo más alto del fútbol continental. Nada más y nada menos que hasta disputar dos finales de Champions
League consecutivas.
Y ahí precisamente, en la primera, apareció el Madrid para desatar la tormenta y aguar la fiesta. Pese a la inmaculada trayectoria che en Europa
y pese a parecer un ciclón destinado a alzarse con el título por primera vez y casi por inercia, hasta el punto de llegar como favorito, el Madrid impuso su ley y castigó con pegada el entusiasmo valencianista. Fue en París. Perdió el Valencia por 3-0 y para la historia quedará la impotencia del gran Djukic, siempre ligado a la desgracia en los partidos clave, incapaz de sacar de la línea de gol un carrerón de Raúl tras dejar sentado a Cañizares.
El mejor de sus jugadores, Mendieta, terminó el maldito 2001 en el que el Valencia volvió a perder la final europea, esta vez ante otro coloso, el Bayern, como mejor centrocampista del continente, según la UEFA. Y otra vez apareció el coco. El Madrid Galáctico 1.0 vio en Mendieta el todocampista ideal para potenciar aún más al equipo. Jugador más que hecho a la Liga y a la Champions, parecía el fichaje ideal en el momento clave. El problema no era de dinero. Mendieta quería ir al Madrid y el Madrid quería a Mendieta. El montante de millones de euros parecía el único escollo para dar con el final feliz. Pero no fue así. Llorente, ya entonces un hombre fuerte en el seno del Valencia, paró las máquinas. Temía la reacción del valencianismo por vender a la gran estrella al gran rival y optaron por traspasar al jugador vasco a la Lazio italiana. Y ya saben lo que pasó. La Lazio dejó de ser la gallina de los huevos de oro, Mendieta vio frenada en seco su meteórica carrera en el encorsetado fútbol transalpino, el Valencia nunca cobró lo acordado y no supo reinvertir con todo el acierto deseado el dinero obtenido.
Parecido a lo que pasó, con distinto final, eso sí, con Silva y Villa en los recientes veranos.
Aún dolido el valencianismo por perder dos finales de Champions consecutivas, Rafa Benítez, que estuvo ese mismo año virtualmente destituido al descanso de un partido liguero en Montjuïc, llevó al Valencia a conquistar el título de Liga la temporada 2001-2002.
Y repetiría dos años después antes de marcharse al Liverpool inglés. Pero el éxito che iría acompañado de nuevas polémicas con el Madrid. Las dos principales: el penalti de Marchena a Raúl, también conocido como ushiro nage o el frustrado fichaje de Ayala, del que se dice que llegó a tener una “enganchada” con Llorente en su despacho hasta casi llegar el agua al río.
Después de aquello, ya saben, el Valencia se españolizó aún más antes de quedarse sin sus mejores jugadores por la delicada situación económica. Tanto se españolizó que pasó a ser el principal granero de la Selección. Probablemente, el hecho de la insalvable diferencia deportiva de los dos clubes en la actualidad, haya hecho bajar los decibelios antimadridistas, pero seguro que volverán a subir cuando esta mierda de Liga vuelva a ser competitiva. Será entonces cuando volverán a aflorar viejas rencillas. Como debe ser. Porque el fútbol es y debe ir acompañado de la sana rivalidad. Será entonces, cuando nuestro campeonato recupere su esencia poliédrica.