Revista Creaciones

Valentina

Por Dfnaranjo
Si algo tenía Valentina era voz. Y carácter. Pero hablemos mejor de su voz, que a todos asombraba. Quienes la conocían decían que cantaba como los ángeles, aunque si algo es seguro es que ninguno de los que la conocían había escuchado jamás a un ángel cantar. Su voz distaba de ser coherente con su edad y mucho más con su cuerpo mal formado. Vestía sencillo, sin bolso o accesorio. Solo llevaba una cruz que le había dado su madre antes de dejarla en la calle para que se ganara la vida. Tan pesada era que prefería llevarla en su mano que amarrada al cuello.
Valentina creía que el mundo iba a escucharla siempre, así que hizo de la calle su teatro, y de los buses su escenario. Cantaba por monedas, aunque lo que ella quería era que en realidad alguien la descubriera. Pero los descubridores debían estar en otras rutas y las monedas en otros bolsillos, porque cada vez menos recibía. Sin embargo, de lo último también ella era culpable. No cantaba canciones de amor ni baladas de las que suenan en la radio. Valentina cantaba tangos. Pero tampoco eran tangos dulces, o por lo menos seductores. Eran tangos contestatarios, rebeldes, crueles y descarnados. Valentina sentía que esa era su vida, y esas las historias que debía cantar. Pero nadie da monedas a quien solo tiene historias tristes, aunque su voz parezca la de un ángel.
Con los años, su voz no cambió, aunque su cuerpo se formó mejor. Entonces la descubrieron. O eso le dijeron. Que fuera tal día a tal hora a una audición. Allí estuvo, puntual como siempre. No llevaba bolso, ni siquiera aretes.
Valentina cantó. Un tango. Luego dos. Frente a ella unos ojos fríos la miraban. Un momento después observó cómo aquel hombre con ojos que congelaban se acercaba a ella y le ponía el brazo en torno al hombro. Sintió en aquella mano la contundente certeza de que aquel descubridor no quería descubrir su voz sino su cuerpo debajo de las ropas. Entonces ella no cantó más. 
Si algo tenía Valentina era voz. Y carácter. Y su carácter no iba a dejar que abusaran de ella. Usó la cruz, esa que le dio su madre, y la clavó certera en el cuello de aquel hombre. Se quedó allí, mirando, viendo como la vida se escapaba con la sangre. Una mancha roja sobre un piso de color gris. Un olor. 
Entonces al fin se alejó de la habitación. Y mientras caminaba se sonrió. Acababa de pensar un tango nuevo que cantar.

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