La empatía que van a sentir los agentes Valerian y Laureline hacia estos seres hará aflorar el conflicto entre el deber y la pasión, que proviene de la tragedia griega y recupera en el siglo XVII el teatro barroco francés (de génesis clasicista, como sabemos) en dramaturgos como Racine o Corneille). De todo esto deriva (más que como causa, como consecuencia) el planteamiento de justificar el mal para realizar el bien tanto en la transacción fraudulenta de los seres para recuperar su mundo como los gestos de la pareja protagonista hacia ellos, en contra de su obligación de arrestarles, como agentes de la ley.
Estas tres ideas propias del racionalismo ilustrado francés son las que subyacen y se deslizan en esta producción Valerian y la ciudad de los mil planetas de Luc Besson que, sin duda, pasará sin pena ni gloria por nuestra mente, y que como director se hace deudor de sus paisanos de la ilustración francesa. No sabemos si habrá sido consciente de ello y esto es una pena porque de esta manera tal vez hubiera hecho una película pasable al menos cuyo origen, de todas maneras, ni siquiera es suyo, al ser un remix de un tebeo anterior, a cuyos autores debemos aplaudir sin ninguna duda, y sobre todo, reconocer la herencia de la ilustración francesa que, como hemos visto, después de siglos, sigue impregnando a sus contemporáneos para infundir a las obras de algunos de estos, una solidez que están muy lejos de alcanzar.