Revista Opinión
La mentira, esa invención para falsear u ocultar la verdad, está muy arraigada en nuestra sociedad y afecta tanto a la esfera individual como a la pública o colectiva. De hecho, el ser humano es el único animal capaz de mentir, no sólo porque sea el único que tiene un sistema articulado de lenguaje, sino porque se engaña a sí mismo. A pesar de los reproches morales, éticos o legales, la mentira acompaña a nuestros actos y manifestaciones. Unas veces, para no herir o evitar un daño mayor, como es el caso de las mentiras piadosas, y otras, para obtener a cualquier precio lo que se ambiciona, normalmente dinero, sexo o poder. También para evitar un castigo o censura cuando se ha hecho algo mal. El caso es que mentimos como cosacos. Y no es algo nuevo.
Hace ya 300 años que se publicó el libro El arte de la mentira, atribuido erróneamente a Jonathan Swift, en el que su verdadero autor, el doctor John Arbuthnot, reflexiona sobre esa disposición tan humana a la mentira, considerándola merecedora de figurar en la enciclopedia como el resto de las artes y las ciencias. Pensaba que el “arte” del bien mentir es fruto sin igual del ingenio humano. Junto a una clasificación de las modalidades de mentiras, el autor revela cómo mienten los dos partidos políticos entonces dominantes en la Inglaterra de aquel tiempo, para recomendarles seguidamente que, si pretenden recuperar credibilidad, deberían durante tres meses contar la verdad. ¡Cuánta ingenuidad!
Hoy, la mentira política sigue vigente y tiene más fortaleza que nunca. Sin atender los consejos recogidos en El arte de la mentira, el profesional contemporáneo de la política recurre al engaño o, cuando menos, a las medias verdades para disfrazar u ocultar la realidad o sus propias carencias y limitaciones personales. Ocurre en todos los sistemas políticos y en todos los países del mundo, aunque con distintas graduaciones o estilos que abarcan desde la más burda falsedad al más elaborado engaño. Así, nos cuentan “trolas” por nuestro bien, para que no nos preocupemos, como cuando nos dijeron aquello de que la crisis no nos afectaría, que sería pasajera y que, en la postrera recuperación, se crearían millones de puestos de trabajo. Aún seguimos esperándolos. O para hacernos responsables de un saqueo por avaricia del que éramos ajenos, diciéndonos que se había producido por nuestra culpa, por vivir por encima de nuestras posibilidades. Todavía estamos pagando, con dinero público, el desfalco financiero realizado por tan taimados especuladores privados.
Hay mentiras utópicas, que proponen grandes ideales. En las constituciones se escriben hermosos y elevados pronunciamientos que descansan, sin más, en la mentira. Nos tratan de convencer de que la democracia es el gobierno de los ciudadanos cuando éstos quedan relegados a participar de la política sólo a la hora de introducir el voto en una urna cada cuatro años, sin posibilidad de elegir candidatos sino listas cerradas. También nos aseguran que la soberanía reside en el pueblo, pero la “administran” los partidos políticos con representación parlamentaria, los cuales se permiten decidir, sin consultar a ese pueblo “soberano”, asuntos de suma gravedad e importancia. Así, por ejemplo, fuimos a la guerra de Irak por voluntad “soberana” del expresidente Aznar y “rescatamos” a los bancos, a costa de empobrecernos, por “soberana” decisión de Madrid y Bruselas.
La Justicia -así la pintan- es ciega, pero más falsa que Judas. Grandes prebostes de la judicatura y del Estado extienden la falsedad de que todos somos iguales ante la ley. Sin embargo, la vara de medir de la justicia es distinta para unos y otros, dependiendo del estatus social y económico. La ley es interpretación de normas que varía en función del juez y del imputado, aparte de que no todo el mundo tiene posibilidades para poder defenderse, apelar y recurrir como los pudientes y poderosos caídos en desgracia o cogidos haciendo trampas, robando o mintiendo. La impunidad y el indulto son selectivos y contradicen esa supuesta igualdad ante la ley. Que se lo pregunten a la hija del rey.
Un ámbito donde la mentira es regla es el de los negocios. Las empresas mienten a sus clientes y a quienes regulan su funcionamiento. Intentan ocultar ganancias, falsear precios, evadir impuestos y alterar condiciones del mercado. Nunca cuentan la verdad sobre la calidad de los productos que venden o fabrican, práctica que ha quedado al descubierto con el escándalo de la multinacional Volkswagen y sus trampas para impedir que se detecte que sus vehículos contaminan mucho más de lo declarado. Aducen datos falsos para reducir el salario de sus empleados y reducen plantillas con la mentira de la productividad. La tendencia hacia la opacidad y el máximo beneficio invitan a la mentira en la actividad económica y empresarial.
Al contrario de lo que pregonaba Abraham Lincoln, la mentira puede engañar a todos durante todo el tiempo. Todos asumimos hoy día que es el mercado quien nos impone unas políticas de austeridad que causan más problemas y más injusticias sociales que nunca antes en la historia de España, salvo en períodos de guerras. Ningún ente incorpóreo, llámese mercado o prima de riesgo, podría imponer medidas a un país sin contar con el convencimiento de los políticos que comparten dicho modelo económico. Es la manera de conseguir el debilitamiento de las políticas sociales y el desprestigio de lo público practicado por cierta ideología, empecinada en desmontar el Estado de Bienestar. Nadie se atreve a denunciar que es mentira la afirmación de que sólo las políticas neoliberales pueden afrontar la crisis financiera y permitir una recuperación de la actividad económica. Extendiéndola como un mantra, el Gobierno consigue el apoyo de los ciudadanos para aplicar esa determinada e interesada política, ocultando la existencia de otras alternativas económicas que evitan castigar a los más desfavorecidos y recortar prestaciones sociales. Se engaña a todos todo el tiempo.
Estamos inmersos en el “arte” de la mentira, la simulación y el engaño, y sus efectos se hacen sentir en la desafección que provoca en la población. Aún inconscientemente, la mentira la perciben los ciudadanos, a los que inducen a la incredulidad, la desconfianza y a la anomia social. La más grave de sus consecuencias es la corrupción. Según Julián Marías Aguilera, filósofo discípulo de Ortega y Gasset, “el uso sistemático, organizado y frío de la mentira es el factor capital de corrupción en las sociedades actuales”. Tan capìtal y tan sistemático que nunca antes la mentira se había institucionalizado como instrumento de acción colectiva como en la actualidad, dando lugar a ese cáncer de corrupción que carcome la política y las instituciones, sin dejar apenas espacio para la honestidad, el bien hacer y la transparencia.
La mentira es la característica de estos tiempos modernos, donde todos mentimos en función de nuestros intereses. De hecho, salimos a la calle dispuestos a contar mentiras hasta del estado del tiempo. Mentimos a los niños con los Reyes Magos y mentimos a Hacienda cuanto podemos. Recibimos mentiras y propalamos mentiras que nos ayudan a soportar esta dinámica por disfrazar lo que pensamos, lo que somos y lo que queremos, elaborando artificialmente nuestra propia vida y dotándola de algún sentido. Incluso para escribir este artículo nos valemos de mentiras perfectamente escamoteadas entre algunas verdades, simplemente por rematar una frase y alardear de cierta autoridad. Y es que es muy difícil sustraerse de contar mentiras de vez en cuando, tralará.