La lectura hace al hombre completo;
la conversación, ágil;
el escribir, preciso.
Francis Bacon.
Leyendo un ensayo de José Lezama Lima, he caído de lleno en un tema escabroso, pero muy interesante: la conversación.
Y la traigo a Mi Librería porque precisamente aquí, en el quehacer diario, el público que busca un libro idóneo para su tiempo libre, se enfrasca siempre en un diálogo, a veces inteligente y enjundioso, a veces torpe y receptivo, y a veces -y estas son las malas noticias- me acribillan con conversaciones tan ajenas como enfermedades de parientes desconocidos, idilios desenfrenados entre Mengano y Fulana, o conflictos ideológicos interpersonales que nada me importan y que me hacen poner el marcador al libro de turno con cara de pocos amigos. Muchos confunden el arte de conversar con la capacidad de hablar.
Y no es que no me guste conversar, todo lo contrario, que lo diga Balovega, que el mismo día que llegó a La Habana estuvimos en un intercambio verbal hasta el amanecer, sin agotamientos, sin momentos de calma, sino disfrutando ambas como quien saca todo el zumo de una naranja deliciosa, porque sabíamos que el tiempo no nos daría una segunda oportunidad.
Cuenta Lezama Lima, que Oscar Wilde era un buen conversador, “relataba y su memoria guardaba cada una de sus sentencias para escoger, para rechazar”. Si existe alguna relación entre la oralidad y lo que luego se cuece en el papel, entonces debió haber sido un genial compañero de cafés. También elogia a Goethe, con su “majestuosa y misteriosa bondad para colocar su omnisciencia, su morfología de lo orgánico, a la altura y al alcance de la mano”. Lezama mismo era un hombre que aglutinaba amigos por su palabra culta y envolvente, dicen los que lo conocieron, que no dejaron de visitarlo para disfrutar de su labia hasta el último día que pisó la tierra.
Una buena conversación es asunto serio, que debiera apuntalarse hoy para que no decaiga su gracia, ni su espacio. He leído montones de libros en que poetas, pintores, intelectuales en fin, coinciden en un café para disfrutar de una sabrosa conversación, que salpìcaba sabiduría a los que se acercaban y veo con tristeza que languidece la tradición con el apresuramiento de estos días y la avalancha virtual que nos ocupa sin consideración alguna.
La habilidad de una buena conversación es como un traje, con él nos presentamos tal como somos: elegantes, elocuentes, más o menos cultos, receptivos, pacientes, o quizás tontos y mentecatos. Debiera ejercitarse más , darle nuevas oportunidades sería provechoso.
Un hombre con imaginación es siempre un buen conversador y domina, casi inconscientemente, las técnicas implícitas de la charla: saber escuchar, poder de síntesis, evitar críticas de ausentes, tocar el tema que verdaderamente interesa a tu interlocutor. Luego la creatividad hará la diferencia y en eso hay que reconocer que los buenos lectores llevan ventaja.
Aprovecharé para presentarles al CUENTERO MAYOR: Onelio Jorge Cardoso, y ya verán por qué en Cuba se le llama así a este hombre singular. Tuve el privilegio de conocerlo cuando era estudiante. Aquel día visitó mi escuela y lo escuché hablar. En un receso se acercó a mi grupo y me pasó el brazo por los hombros y caminamos por un largo pasillo. Él hablaba como escribía: jugando con deliciosas imágenes que convertía en palabras ingeniosas, para luego amasarlas en una conversación tal, que dejaba al oyente atontado, boquiabierto e inevitablemente mudo.
¿No me creen? Lean cómo comienza su cuento emblemático, ese que le dio nombre entre nosotros, El Cuentero, y luego díganme si no van a ir corriendo a ver cómo sigue la historia.
Una vez hubo un hombre por Mantua o por Sibanicú que le nombraban Juan Candela y que era de pico fino para contar cosas.
Fue antes de la restricción de la zafra, que se juntaban por esos campos gente de Vueltarriba con gente de Vueltabajo. Yo recuerdo bien a Candela. Era alto, saliente en las cejas espesas, aplanado largo hacia arriba hasta darse con el pelo oscuro. Tenía los ojos negros y movidos, la boca fácil y la cabeza llena de ríos, de montañas y de hombres.
Por entonces nos juntábamos en el barracón y se ponía un farol en medio de todos. Allí venían: Soriano, Miguel, Marcelino y otros que no me acuerdo. Luego en cuanto Juan empezaba a hablar uno se ponía bobo escuchándolo. No había pájaro en el monte ni sonido en la guitarra que Juan no se sacara del pecho. Uno se movía, se daba golpes en las piernas espantándose los bichos, pero seguía ahí, con los ojos fijos en la cara de Juan, mientras él se ayudaba con todo el cuerpo y refería con voz distinta de la suya cuando hablaban los otros personajes del cuento. Allí, con vales para la tienda, y el cuerpo doblado con el sol a cuestas durante todo el día, uno llevaba metido dentro el oído para las cosas que pudieron haber sido y no fueron.
Pero, eso sí, a Juan nunca se le pudo contradecir, porque cerraba los cuentos con una mirada de imposición en redondo y uno se quedaba viendo cómo el hombre tenía algo fuerte metido en el cuerpo suyo. Preciso, certero, Juan sacaba la palabra del saco de palabras suyas y la ataba en el aire con un gesto y aquello cautivaba, adormecía [...]
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Otro día hablaremos del silencio, pero ahora los dejo, que un buen conversador debe saber callar a tiempo.