Pues bien, allí estábamos todos y todas, gallináceas y gallitos, en círculo asimétrico, dándonos empujoncitos para entrar y haciendo equilibrios sobre tacones y plataformas de increíble altura y grosor.
La verdad es que, una vez franqueada la puerta de la iglesia, tanto Joyce como yo tuvimos la sensación de estar a punto de asistir a un irrepetible espectáculo:
-”No te pagece como el Cigco del Sol?”
Del sol, no sé, pero del circo, sí. En efecto, los bancos de la iglesia, modernísimos, por cierto, tenían todos dos detalles extremadamente chocantes: un ganchito, tipo minipercha, tan glamourosos como la nariz de Sarah Jessica Parker –¿es paga los bogsos?, preguntó susugando, digo susurrando, mi amiga- y unos pequeños cartelitos que recordaban a las localidades numeradas de una plaza de toros o un cine de estreno. Se suponía que cada una de las familias de los sufridos comulgantes (que en esa hora, con el calor de los trajes y ornamentos sobre sus pequeños cuerpos, la emoción del instante y los focos de flashes de las cientomil cámaras de vídeo y fotos de familiares y amigos correspondientes, debían estar preparándose, anímicamente, para la levitación mística ascética que se produciría cuando tomasen la primera comunión,) se situarían predeterminada y estratégicamente alrededor del altar-escenario, reunidos, en grupitos marcados por las etiquetas y los apellidos, como si se tratase de tribus del África septentrional (¿existe eso?), compitiendo, ellas, en la altura de la pamela y el fru-frú de los volantes y, ellos, con la corbata más correcta y el traje con más brillos (alguno había que parecía haber estado confeccionado por el Paco Rabanne más futurista, a base de tiras y tiras de papel albal).
¿Miga, esa es nuestga fila, no?
La caga, la cara, perdón, de Joyce era un poema (vaya juego de palabras: la cara de Joyce, un poema…¿de Joyce?). Chogetones de sudor cogían pog su gostro, como autopistas que dejaban al descubierto, debajo del maquillage, su piel nórdica, blanquita como la leche.
De gepente, un silencio sepulcral se hizo en la sala-iglesia-escenario. Todo el mundo, ya me gustaría a mí saber cómo narices se produjo, para aplicarlo a las interminables reuniones de escalera de mi comunidad de vecinos, cegó el pico y, diligentemente y en silencio, colocó, colocamos, el trasegó sobre el banco, pasando de los miniganchos y poniendo, ellas, su bolso de fiesta encima de las rodillas (un coñazo, porque con todos los “ahora levanta, ahora te sientas, ahora te agodillas, el bolsito va de aquí para allá como Bisbal en verano).
Un señor con traje hasta los pies, que de drag queen no tenía nada, apareció en el escenario. A Joyce, protestante como era, se le escapo un ¡JODEG! glorioso, una de las primeras palabras, según me aclaró gàpidamente, su marido español le había enseñado a decir (y a hacer…anoto por expreso deseo de la citada valkiria nórdica)
Los niños y niñas -los que había debajo de los trajes de marinero de secano y de princesa sin trono, aletiziadas, pero no tan delgadas- juntaron las manitas y pusieron cara de panolis y bichos buenos. La verdad es que, por un momento, pensé que en la sacristía -porqué en las iglesias de ahora también habrá sacristía, ¿no? ¿O la habrán sustituido por un sacristero automático con pin?- debía haber un especialista en efectos especiales, de esos que reciben óscares a los efectos especiales y al maquillaje artístico: los marineros y a-letizia-das parecían angelitos y, oye, ni rastro de la mala leche y la capacidad de boicotear a los padres de los que hacen gala cada día, eh! El sacerdote, el que yo confundí brevemente, es verdad, con una dragg, se acercó al micro.
¿Ahoga cantagán?
Joyce se preparaba para un miniconcierto…poco sabía ella que en Spain, cuando un cura coge un micro…viene un discurso más largo que uno de Rajoy cuando, como suele suceder, se lía.
“Hermanos y hermanas”… Joyce se puso la mano en el pecho y me dijo al oído algo que no entendí y que, supongo, hacía referencia a que ella desconocía, hasta ese momento, que tuviera familia en Spain y que fuese hermana de tanta gallinácea y gallito desconocido.
La voz del hermano mayor, ensotanado, sonó como la del dios de las cápsulas nesspresso, cuando llega el Gere y hasta a las nubes se les caen las braguitas, o como el del queso Philadelphia: Niños y niñas…estáis aquí porque hoy es un día especial en vuestras vidas…”
Y así debía ser, especialmente para un niño regordete, al que le iba a estallar el traje de marinero (se ve que su madre se empeñó en embutirle un traje de marinero cuando, en realidad, lo que necesitaba era uno de capitán, por sus dimensiones de niño-en-crecimiento).
Hoy…conoceréis, por fin, a alguien que os ama…
Algún que otro niño, me la juego, pensó: “Olé…otro que me tendrá que hacer regalos en el cumple! ¿No me quiere tanto? Pues, toma…”
“Hoy le conoceréis y, por vosotros, porque os ama, morirá, resucitará y…”
Observé a Joyce atentamente: había iniciado una extraña fase de inesperados espasmos. Levantaba los brazos, se llevaba las manos a la cabeza, primero, y a la boca, después, tapándola y, para finalizar, emitía unos gemidos intraducibles, mientras su expresión se convertía en un claro gesto de horror.
¡Madge mía! -comenzó a decir- ¡Están como una cabra! ¡Comomontonesdecabras!
“También porque os ama y porque vosotros le amáis a él, tomará forma y vivirá en vosotros…”
“¡Voy a mogigme!” -dijo mi amiga.
-“¿Cómo podéis decigle a unos pobges niños y niñas que un desconocido les quiege y se vuelve una cosa gedonda? ¿Y que ellos se han de convegtig en caníbales y comégselo? ¡Magde mía! ¡Estáis pigados!
Y sí, pensándolo bien, estábamos gequetepigados. Era verdad que esos niños y niñas o no se enteraban de nada, y nada más estaban esperando terminar para tragarse aquella cosa redonda y desjuntar las manos, y ponerlas palmas arriba, para recibir los euros-impuesto revolucionario que cada uno de su familiares tenía que pagar para indemnizar el acto de la comunión y las “pleiestasions” o deberían estar a punto de volverse majaras si reparaban que iban a comerse el cuerpo de un desconocido…
Estaba yo en estas disquisiciones cuando, en un lateral, de los bancos-gradas, una muchacha de edad indeterminada, una chica con aspecto aniñado, pero ya con arrugas y pañuelito de boy-scout, comenzó a tocar la guitarra como una posesa. Le siguieron un enardecido grupo de chicos y chicas, emitiendo gorgoritos, entre los que se podía escuchar una frase aclaratoria: “Hoy es un día especial que nunca olvidarás”
Y sí, lo fue, para mi amiga nórdica, a quien por los pelos no le da un patatús cuando creyó que los españoles, especialmente los bajitos, somos caníbales y antropófagos con peineta; para los niños, que flipaban al pensar que iba a venir un amigo que conocían, desde siempre, sin conocer y para mí, que comenzaba a notar los efectos del tacón de aguja sobe mis juanetes y el vacío extraordinario que sentía mi bolsillo tras haberse vaciado para pagar el impuesto revolucionario comunionero, traducido en una videoconsola de las narices que había tenido que regalarle a mi sobrino en ese …”día especial que nunca olvidarás”.
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