Revista Cultura y Ocio
Lo que me hace ver una y otra vez esta fotografía, de la que no sé nada y de la que no me hace falta saber nada, es la envidia de que alguien con esa edad, si es que es sincera, que no lo creo, pueda enfrentarse a un disco al que, en principio, no tiene facultad de acceso, la posibilidad de recrearse en su música, el pasaje abrumador de un piano o de una trompeta antes de que el contrabajo dibuje una línea adyacente o subalterna que principie la irrupción del saxo o de la dulce o atronadora compañía de la batería. Creo que cierto tipo de jazz es accesible a cualquier edad. En clase, el otro día, mientras trabajaban en silencio y yo me ocupaba en corregir, decidí poner una selección de clásicos del jazz. La pensé con esmero. Deseché piezas algo más crudas, aunque formidables todas ellas, pero de más complicado asiento, fácilmente ininteligibles. Lo que sonó les produjo el asombro previsto. No hubo rechazo o (peor aún) indiferencia. Tras la resistencia inicial, les venció la trompeta de Louis Armstrong (Summertime) o la la batería de Joe Morello en el Take Five de Paul Desmond. Luego fueron concurrieron otras que decían haber escuchado ("En casa mi padre la pone los domingos", dijo A.) La publicidad hace su labor silenciosa (bastarda a veces) y democratiza el género, con el peligro que supone machacar el oído de alguien con una melodía, por excelente que sea. De cualquier manera, no pretendí vender nada. Me daba por contento con hacer que se abrieron mucho de orejas y permitieran que la música hiciese el resto. Sin duda que lo hizo. De un modo asombroso en algunas canciones (Mad about the boy en la voz rota de Dinah Washington o la percusión divertida de Cantaloupe Island de Herbie Hancock). Cuando sonó la apertura gloriosa de So What, la pieza fundamental del disco fundamental de todo el jazz, el que la niña sujeta en las manos y mira la contraportada con atento interés, hubo una alumna que dejó de hacer su trabajo y se quedó como perdida. Contrariamente a lo que a un maestro la suele provocar ese hecho, el que esté perdida, a mí me pareció maravilloso. No sabía qué mirar, bajaba la cabeza, entornaba los ojos, no sé, parecía que Miles Davis había logrado (una vez más) el hechizo. No siempre suceden las cosas al modo en que uno espera. Ni siquiera una parte pequeña, una que compense, al menos. Sin embargo, qué placer cuando el lenguaje de la belleza (que es también el del asombro) irrumpe y hace su oficio. Entonces debemos dejar que actúe. Vamos, Miles. Sopla.