Revista Cultura y Ocio
Two-Lane Blacktop (1971) de Monte Hellman
Nuestros perros y los gatos de la calle y hasta los diminutos jilgueros que encerramos en jaulas infames, todas las malditas bestias de este planeta nos ganan por la mano a causa de lo que, ingenuos y prepotentes, pensamos una ventaja, que es la conciencia del paso tiempo, de la mortalidad, del autoreconocimiento. En una palabra: la razón. La razón es nuestro peor mal, nuestra lepra incurable. Nos hace infelices, provoca nuestra amargura. Es demasiado peso, la vida, demasiado sinsentido. ¿Usted ha visto alguna bestia, por pequeña y simple que ésta sea, que no sepa cómo vivir su vida? No... En ellas el instinto lo es todo. Tienden esencial y naturalmente a su fin como un río proceloso. En nosotros, en cambio, todo son meandros y más meandros que no conducen a ninguna desembocadura reconocible: el peso del absurdo de la razón mata al instinto, enseguida perdemos el rumbo y nos desesperamos... Es ahí donde entra en juego la droga, la adicción. El ser humano ha sido el único ser vivo adicto en todo tiempo y lugar. Necesita de ése inespecífico salvoconducto. La adicción oxigena la desesperación y desespesa la angustia, edulcora, hace más llevadera esta espera terrible. Y no me estoy refiriendo única y exclusivamente, que conste, a las drogas duras. Todo el mundo tiene su droga, su adicción, y en eso sí que no hay excepciones. Es lo que Bill Burroughs llamó el "Álgebra de la necesidad". Todo el mundo necesita algo o a alguien. Y la necesidad de ese algo o alguien le permite avanzar en el marasmo empantanado de la vida, a costa, eso sí, de convertirlo a la vez en un dependiente. Todos dependemos de algo o de alguien. Hay quienes necesitan sólo el constante chute de un sólo algo o alguien. Hay quienes necesitan el de muchos... Necesitamos vampirizar y ser vampirizados, porque esa emoción, tan intensa, consigue por momentos rasgar el velo del absurdo y convencernos de que existe alguna suerte de dirección correcta. En mi caso, por ejemplo, están el celuloide y la carretera. Cada una, por separado, dos adicciones que me permiten pasar de un día al siguiente, pero que unidas se alían para conformar mi droga, mi particular soma, el chute máximo. No necesito nada más... La mordedura de la carretera es la mordedura del viaje, del sentirse en permanente tránsito hacia algún lugar, no importa dónde, no importa cuál, porque lo en verdad esencial es no llegar nunca a puerto. El recorrido es la ilusión; llegar a destino es el estancamiento. De ahí la erótica de la carretera, de sus líneas discontinuas y sus cruvas ciegas, de su no final... Y para el celuloide, más o menos lo mismo, filmamos y nos filmamos para fijar nuestra sombra en la película, nuestro tiempo en la vida, nuestra singular e intransferible huella en la luz. Fijarnos materiales pero a la vez traslúcidos en el tiempo. Ésa es su mordedura, su marca vampírica... Por eso filmar la carretera es esculpirnos en el tiempo eterno del viaje infinito, del tránsito perdurable. Una ilusión, como la propia adicción, que es en sí otra ilusion, la falsa sensación de sentido. Pon el pie en el freno o quema la película y todo eso se habrá evaporado. No hay nada detrás ni nada debajo ni nada alrededor. Sólo tú y tu sombra y tu insoportable fardo de tedio... Por eso si llega el día que no puedo salir a la carretera, el día que no puedo empuñar la cámara, ese día se habrá terminado todo; entonces sí, entonces cogeré una jeringa y me inyectaré el más rápido veneno que pueda encontrar... Y cuando ya sólo sea carne negra y muerta, en pleno proceso de descomposición, los gatos callejeros seguirán a lo suyo, deambulando en torno a mi cadáver, sin sombra alguna de duda en la sabiduría de sus estómagos y sus gónadas...Uwe FriesenhanVirus in Film
Arrebato (1980) de Iván Zulueta