Revista Opinión

Van Meegeren, el arte y el comercio

Publicado el 30 agosto 2020 por Miguel García Vega @in_albis68
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Tiempo lectura: 7 minutos

Han van Meegeren siempre quiso ser un pintor trascendente, dejar un legado. Y lo logró, aunque no exactamente como había imaginado en su juventud.

También gustó siempre de los placeres que proporciona el dinero, que no da la felicidad pero como diría Woody Allen “procura una sensación tan parecida, que se necesita un especialista muy avanzado para verificar la diferencia”.

Una definición que, seguro, hubiera sacado una sonrisa ancha a van Meegeren, un especialista en difuminar la línea entre lo auténtico y la copia. Porque van Meegeren ha pasado a la historia por su obra pictórica, solo que con una particularidad: pintaba y vendía sus cuadros como si fueran auténticos Vermeer.

Engañó a todo el mundo hasta que, para salvarse, tuvo que probar ante un tribunal que era un falsificador excepcional. ¿Cómo se quedan?

Más detalles, justo aquí abajo, en los siguientes párrafos.

Han quería ser pintor

Henricus (Han) Antonius van Meegeren nació en Deventer, en los Países Bajos, en 1889. Comenzó a estudiar arquitectura, pero lo dejó para convertirse en artista. Era su pasión. En principio no le fue mal, obtuvo cierto reconocimiento como retratista e ilustrador.

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Retrato firmado por van Meegeren.

Pero él aspira a la gloria, no a ser un pintor del montón. Y parece que a eso no llega. La crítica de arte le ve como un vulgar imitador de Rembrandt, sin voz propia y muy lejos del talento de sus admirados maestros holandeses.

Este rechazo provoca en van Meegeren un resentimiento hacia los críticos y un deseo de venganza que le acompañarían el resto de su vida. Les iba a demostrar que ni él estaba tan lejos de los antiguos maestros  ni los críticos eran tan expertos como pretendían.

Van Meegeren y Vermeer

Decidió que, aunque su nombre no pasara a la historia sí lo haría su obra, disfrazada bajo las firmas de los maestros holandeses. La ventaja es que los conocía muy bien, el problema es que era muy difícil falsificarlos y salir vivo del intento.

En el camino ganaría una pasta, que también se trataba de eso. Le gustaba pintar pero era prioritario vivir bien, no estaba dispuesto a sufrir esa vida bohemia el borde de la desnutrición de algunos artistas.

Para su plan, de entre todos los antiguos maestros, Johannes Vermeer (1632-1675) era el indicado. El genio de Delft había pasado como un segundón durante siglos, hasta que el crítico Théophile Thoré lo rescata del olvido a finales del siglo XIX y se convierte en uno de los grandes de la historia del arte. Todavía en 1881, un coleccionista consiguió en una subasta “La joven de la perla” por la friolera de 2,5 florines. Así a secas, sin ceros detrás.  El ‘maltrato’ de la crítica a Vermeer supongo que motivaba a van Meegeren

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«Joven con sombrero azul». Vendido en 1937 para la colección Thyssen. En 1958 se reconoce que es falso y se retira del museo.

Pero no solo eso. Había otra circunstancia a favor de la elección de nuestro falsificador favorito: Vermeer apenas había dejado obra catalogada, solo una treintena de pinturas. Se conocía poco del pintor y de su obra, sobre todo de su juventud. Ahí había terreno para explorar. El mundo anhelaba más Vermeer y van Meegeren se los iba a proporcionar.

Pinturas falsas, no réplicas

Van Meegeren no se dedicó a hacer réplicas de los pocos Vermeer existentes, algo que hubiera sido detectado muy rápidamente. Meegeren creó nuevos Vermeer.

Todo esto podría llevarnos al apasionante tema del valor de la obra de arte, la importancia de la firma, la reproducción industrial del arte, etc. Ahí lo dejo por si gustan reflexionar. Pero háganlo luego, por favor. Ahora síganme, que lo de van Meegeren tiene mucha tela.

Con una técnica depurada, logra copiar el estilo, la forma del trazo y todos y cada uno de los detalles del maestro. Un virtuoso de la falsificación, a la altura del modelo que había decidido falsificar.

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En la parte técnica usa los recursos habituales: marcos y lienzos antiguos sobre bastidores, quita la pintura antigua y sobre el lienzo hace su magia con otra de fabricación propia. Pero recuerden, no es uno más, es el mejor. Hay que innovar si no quieres que te pillen.

A la pintura añade baquelita y otros plásticos a los pigmentos.  Una mezcla que al pasar por el horno se endurecía de tal manera que en minutos conseguía el efecto de siglos de envejecimiento. En aquella época colaba.

El arte no se acaba ahí. A las artes visuales siempre les viene bien  un poco de buena literatura. Recuerden que no eran réplicas, eran cuadros descubiertos, obras perdidas en algún desván, que milagrosamente salían a la luz. Vienen acompañadas de una buena historia que las enriquece. O, como es el caso, de zonas de misterio y “secreto profesional”. Sea como sea, un bonito envoltorio que realza el valor del regalo.

Por la puerta grande

La primera vez es la más importante en casi todo. Y la dupla Vermeer-Meegeren entra por la puerta grande. En 1936 logra colocar, por 540.000 florines (unos 4,5 millones de euros, que se dice pronto), “La Cena de Emaús”, firmada por un «joven Vermeer».

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La Cena de Emaús

Tras pasar el consiguiente examen de los expertos, que certifican su autenticidad, la pintura la compra, en 1937, el museo Boijmans van Beuningen de Róterdam, que la convierte en la estrella de su exposición “400 años de arte europeo”. Meegeren por fin lo ha conseguido.

Después llegan 5 Vermeer más. Alguien parecía tener un imán para descubrir tanta maravilla y eso levantaba en el mundillo todo tipo de suspicacias. Como nadie duda de la autenticidad de las pinturas, se especula que se las podían haber robado a un coleccionista particular.

Van Meegeren y Goering

Llega la guerra y nuestro Han es de esos tipos que en la desgracia (de otros) ve una oportunidad (para su bolsillo). La invasión alemana de su país y las bombas cayendo por toda Europa no son razón para cerrar su negocio. Todo lo contrario. Han salido al mercado unos señores refinados en siglos de educación europea que cuando no están dirigiendo matanzas saben apreciar el arte. Esos tipos pueden estar interesados en sus falsificaciones.

Según Jonathan López, historiador del arte y autor de un libro sobre Meegeren, nuestro amigo se hizo rico durante la guerra. Dice que ganó tanto dinero que no sabía dónde meterlo, en su casa apenas cabían las pillas de billetes.

Parece que van Meegeren no muestra grandes escrúpulos ni empatía por las víctimas, pero sí una audacia formidable queriendo estafar a los nazis, teniendo en cuenta que la mafia siciliana son monjes franciscanos comparados con la banda criminal de la cruz gamada.

Y entre todos los nazis dedicados al expolio de arte, nadie como Hermann Goering, uno de los peces más gordos, con perdón. Era algo conocido, así que cuando al final de la guerra los aliados entran en su palacio no se extrañan de que estuviera repleto de obras rapiñadas, con mejores o peores maneras, a los vencidos.

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Soldados estadounidenses sacan el presunto Vermeer «Cristo y la adúltera» de la mansión de Hermann Goering.

Aunque sí se extrañaron un poco al encontrar una obra desconocida del joven Vermeer, de su supuesta etapa religiosa. En este caso “Cristo y la mujer adúltera”.

Pintando por su vida

No costó mucho seguir el rastro de aquel nuevo Vermeer y llegar hasta van Meeregen. Cuando lo detienen, nuestro amigo Han regentaba un club nocturno, disfrutando de la vida entre las ruinas.

¿Le había vendido o regalado un tesoro nacional al invasor? Sus simpatías ante el nazismo no ayudaban. Es arrestado y acusado de colaborar con los nazis, un cargo que podía llevarle a la pena de muerte. Entre la espada y la pared, llegó el momento de descubrir la impostura. Confesó: no había entregado un Vermeer a Goering, le había estafado; el cuadro lo había pintado él mismo.

Pero por el juicio pasaron expertos que seguían declarando que para ellos aquel era un Vermeer auténtico, era imposible que nadie falsificara con esa exactitud.

Hasta que van Meegeren pidió que le dieran la oportunidad de demostrar que él sí podía hacerlo. Y los jueces se la concedieron. Le proporcionaron los materiales y en su celda, van Meegeren empezó el encargó más importante de su carrera: tenía que probar ante la justicia que era un falsificador, uno bueno, el mejor.

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Van Meegeren pintando «Cristo y los doctores», el cuadro que debía probar que había falsificado a Vermeer.

Ahora ya no pintaba por dinero o gloria, sino por algo más importante. Se puso con un nuevo Vermeer: “Jesús entre los doctores. Tardó unos meses, pero convenció al jurado, que desestimó la acusación de colaboracionismo y lo dejó en fraude: un año de cárcel.

Un año de cárcel que van Meeregen no cumplió. Ni siquiera llegó a entrar en prisión, murió días después de la sentencia, el 26 de noviembre de 1947. Tenía 57 años.

Ahora con su nombre

Además de Vermeers, van Meegeren había pintado mucho con su propia firma. El juicio le hizo famoso en todo el mundo, con lo que sus cuadros ganaron cotización, sobre todo en Estados Unidos. Todos querían un cuadro de “el hombre que estafó a Goering”. Tras su muerte, aún subió más el precio.

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Van Meegeren con su tercera y última pareja, Jacoba «Cootjie» Henning.

Así que, alehop, empezaron a falsificarse van Meegerens. Como nuestro amigo había trabajado estilos muy diferentes, detectar los falsos es más complicado. Así que hay por ahí coleccionistas que sin saberlo tienes falsificaciones del falsificador de Vermeer.  La mezcla de arte y comercio ofrece resultados maravillosos.

En 2010 van Meeregen obtuvo otro triunfo, consiguió volver a exponer en el museo Boijmans de Róterdam, aquel que ‘se comió’ su primer Vermeer. Pero esta vez con su nombre y con todos los honores. El museo le dedicó una exposición en la que expusieron algunas de sus falsificaciones, bocetos y explicaciones detalladas sobre sus técnicas de falsificación.

Todo un reconocimiento a la “maestría” de van Meeregen, así como la demostración de que no había rencor por parte del museo. Y, cómo no, un nuevo triunfo del comercio.

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