Jon Smith - Bonfire (Flickr)
En la edición, digital, de un periódico nacional (si no indico su nombre no es por no publicitarlo, sino porque más allá del diseño todos parecen el mismo, obviando partidismos más o menos descarados) que estoy leyendo por tal de matar el hastío y la decepción, me encuentro casi seguidos estos titulares: “Berlusconi apuesta por elecciones en febrero y descarta presentarse”, “El viaje ruso a Marte tendrá que esperar”, “El juez sostiene que Urdangarin “se apoderó” de dinero público” y “Famosos a codazos por el Versace para H&M”.
Ciertamente, las vanidades de las que habló Tom Wolfe en los ochenta no sólo han acabado en la hoguera, sino que se han chamuscado y están “retetinás”, pero no como efecto de ninguna ola censora como la que impulsó al mismo Botticcelli a arrojar al fuego algunas de sus obras convencido u obligado por Savonarola, ni por complicaciones éticas y de índole criminal como las de Tom Hanks en la versión cinematográfica de la obra citada de Wolfe, no, estas (esas) vanidades son ceniza por colapso de aquello mismo que las fue alimentando durante el siglo pasado: la codicia, la acumulación de dinero y riqueza con el único fin de demostrar vanamente su posesión pero con unas bases de barro que han acabado tan derretidas como el glacial y férreo hielo soviético.
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