Me resulta casi imposible pensar en Vergara sin evocar al instante la curiosa expresión con que Valle-Inclán solía aludir a los acontecimientos históricos que allí ocurrieron; expresión que, en mi fantasía, estaba como envuelta en el misterio, formando parte de las ya misteriosas (por periféricas y secundarias) guerras carlistas: “la traición de Vergara”, decía el escritor. ¿Qué traición había sido esa? La suponía yo íntimamente ligada al pacto del mismo nombre, pero ¿a qué se refería exactamente Don Ramón? Y he de confesar que el aprendizaje in situ de la historia relacionada con tal ciudad ha sido lo que esta vez, más que el placer de darme un garbeo en moto, me ha impulsado a ponerme en marcha.
Vergara
El día ha salido perfecto: cálido, soleado y con poco viento. Una maravilla para el motero. La carretera provincial hasta Escoriaza es una gozada de buen asfalto y ágiles curvas, idóneas para probar la destreza propia con cierto gusanillo en el estómago; aunque luego se afea un poco al paso por las zonas industriales de Arechabaleta y Arrasate. En tres cuartos de hora, casi sin darme cuenta, estoy ya cruzando el puente del Deva y enseguida me planto en pleno centro de Vergara, frente al casco antiguo. Pasa ya del mediodía y va apretando un poco el sol. Dejo la moto a la sombra y empiezo a caminar guiado por el mero capricho. Quiere la casualidad que lo primero que llame mi atención sea el escudo en esquina del sobrio palacio Irizar, precisamente donde en 1839 los generales Maroto y Espartero firmaron el famoso convenio que puso fin a la primera guerra carlista.
Escudo en esquina del palacio Irizar.
Siempre atraído por la solemne belleza de los edificios antiguos, me acerco hasta el palacio sin saber aún lo que representa y, encontrando abierta la recia puerta de doble hoja, traspaso su umbral. Me hallo en un amplio y fresco zaguán de añejo suelo empedrado y austeras paredes que sólo alberga una mínima exposición con unos grandes murales en que se cuentan, de una parte, la historia del edificio y, de otra, junto a dos reproducciones tamaño natural de los generales Baldomero Espartero y Rafael Maroto, las circunstancias en las que tuvieron lugar el convenio y el abrazo de Vergara. Me adueño del último folleto informativo que queda en español (los ejemplares en vascuence se aburren en su cajetín, atestiguando un deseo) y, según visito el resto de la ciudad, voy leyendo en él los acontecimientos que la hicieron famosa; aunque no sin dificultad, porque el folleto, al intentar conciliar el rigor histórico con el dogmatismo identitario, resulta tibio y poco didáctico.
Casa Irizar, donde se firmó el convenio.
A poco que doy unos pasos por las calles del casco viejo me hallo en la amplia plaza del ayuntamiento, frente a cuyo blasonado edificio se levanta otro, uno de los más emblemáticos y de mayor relevancia histórica en la ciudad: el Real seminario, sede que fue de la Real sociedad vascongada de Amigos del país, y originalmente un colegio de la Compañía de Jesús. Al ser expulsados los jesuitas de España, la Sociedad pidió gracia al rey para utilizar el edificio, y le fue concedida.
Ayuntamiento, con muchas banderas para camuflar la española. Por detrás asoma la torre de la Iglesia.
Esto ocurría en la época de mayor auge económico de la villa, una vez que cesaron las escabechinas en que, durante dos siglos, se habían enfrentado sus familias y barrios rivales. Con la paz vino la prosperidad a Vergara entre los ss XVI y XVIII, primero como mercado agrario, luego como enclave industrial ligado al hierro y, posteriormente, a partir de la creación de la mentada Sociedad, también como centro cultural. Fue durante esa época de relativo esplendor cuando en el Real seminario se descubriría el wolframio.
Real Seminario. Actualmente es sede de la U.N.E.D.
Justo detrás del ayuntamiento se yergue, majestuosa y recia, la parroquia de San Pedro de Ariznoa, de antiquísimos orígenes y verdadero embrión de la población de Vergara. En efecto, poco más que una ermita con ese nombre debió existir en estas tierras antes de que Alfonso X, en 1268, dispusiera la creación de la villa “a fuero de Vitoria”, a la que llamó Villanueva de Vergara. Así reza el edicto de constitución:
…Que habemos de facer una puebla en Vergara, e señaladamente en aquel logar que dicen Ariznoa; a que ponemos nombre Villanueva, e por facer bien e merced a los pobladores que agora son e seran daqui adelante, damosles e otorgamosles el fuero que han los de Vitoria.
A este fuero, sucesivos reyes añadirían otros privilegios con el interés de que la villa se poblase mejor. Por tanto, a semejanza de otras localidades vascas de mediana importancia, Vergara nace en el seno de Castilla y sólo a esta corona (salvo la española) ha pertenecido en la historia. No hay, pues, fundamento alguno para su inclusión en territorios que hoy reclaman la independencia histórica. (Es de señalar, por cierto, que Vergara siempre se escribió así: con uve, y que el actual nombre oficial Bergara, con be, no puede responder más que a una “euskaldunización” artificial, de corte político.)
Parroquia de San Pedro de Ariznoa, embrión de Vergara.
Observo la iglesia y, pese a la elegancia de su relativamente moderna fachada sur, escudo nobiliario incluido, me gusta bastante más su pórtico lateral oeste, otrora entrada principal, con ese romántico aire medieval que le confieren las sombras, las columnas de madera y los peldaños desgastados; pero más aún me atrae, al doblar la esquina con curiosidad infantil, el estrecho, húmedo y frío callejón porticado del flanco norte; y al seguir a lo largo de su pared una docena de metros hallo una puerta abierta al interior de la parroquia, que aparece por completo sumido en las tinieblas.
Pórtico oeste de la parroquia de San Pedro.
Dicha puerta parece absorberme con una fuerza gravitatoria que no puedo resistir. Sigiloso y obediente, la cruzo con reverencia y expectación, como quien traspasa el umbral hacia otro mundo. Una vez dentro, me enfrento a una oscuridad total que mi vista tarda unos minutos en comenzar a penetrar. Cuando las tinieblas se aclaran un poco, veo que estoy junto al ámbito central de la iglesia. A mi izquierda, sobre la informe oscuridad del fondo, un rectángulo blanquecino denuncia la existencia de una puerta medio entornada; quizá la sacristía. Frente a mí, la nave principal aparece inmersa en una difusa luz grisácea, muy tenue, cuyo origen no puedo precisar. A mi derecha, resguardados de esta mínima claridad por la terraza que hace el coro y semiocultos tras uno de los gruesos pilares del edificio, hay unos bancos en la mayor de las penumbras. Casi a tientas, con gran lentitud, me acerco y me siento en uno de ellos, y la madera, al sentir mi peso, emite un pequeño crujido que resuena en el silencio total.
¿Total? No. A medida que mis ojos y oídos se acostumbran a esta oscuridad y quietud empiezo a percibir un tenue murmullo constante y unos levísimos susurros ocasionales. Veo unas formas silentes moverse en las sombras y, frente al altar, un cuerpo arrodillado cubierto por una túnica, que de vez en tanto hace una reverencia. De ahí provienen los murmullos. ¿Y los susurros? Son el frufrú de los hábitos de unos seres con apariencia angelical, que se desplazan sin apenas rozar el suelo, sin ruido de pasos, y evolucionan por la iglesia con movimientos que parecen estar guiados por hilos desde las altas bóvedas. Aparecen o desaparecen por la puerta de la sacristía haciendo labores varias en completo silencio, cambian las flores del altar, limpian el polvo del retablo, llenan el persignatorio con agua sagrada. A veces entran y salen por la misma puerta que utilicé yo. Me siento como si fuera un viajero en el tiempo que observase, desde una burbuja invisible, las escenas del pasado. Me parece que una de ellas levanta su rostro hacia mí y que me mira como si pudiera traspasar la opacidad de la negrura a mi alrededor. Es una mujer joven, grácil, quizá incluso hermosa. Luego continúa su cometido, cualquiera que éste sea.
Permanezco ahí largo rato, disfrutando de un sosiego espiritual, sintiéndome a salvo de los peligros y las preocupaciones del mundo exterior. Es como haber entrado en un lugar encantado, donde habitan la paz, el silencio y las sombras. Me parece formar parte de ese lugar, estar integrado en la madera y la piedra. Una experiencia casi mística.
Cuando salgo hacia la luz y hacia la vida, un impulso me hace seguir la pista de una de las religiosas. Por el camino me cruzo con otra, también joven, que me lanza una fugaz mirada con una leve sonrisa en los labios. Los pasos de aquélla me llevan hasta la puerta del vecino y secular monasterio de la Santísima Trinidad. Son hermanas Clarisas, o quizá sólo beatas
Monasterio de la Santísima Trinidad. Clarisas.
Un exhaustivo recorrido por las callejuelas del casco viejo me brinda la ocasión de contemplar una abundancia de casas nobles, blasonadas, elegantes e incluso suntuosas, que atestiguan la eficacia que, para poblar la villa, tuvo la concesión de privilegios a los “fijosdalgo” que en ella se estableciesen.
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A diferencia de otras villas medievales fundadas en la misma época con idénticos objetivos de afianzar fronteras y expandir el comercio, Vergara no fue amurallada; lo cual no significa que fuese un ejemplo de paz, ya que durante los ss XIV y XV se libraron en sus calles las batallas de una continua guerra de bandos, integrados por los distintos barrios o aldeas que la componían, y continuación en buena medida de las rivalidades ancestrales entre las familias Ozaeta y Gabiria.
Con la energía de un chaval que explora por vez primera un castillo, subo las empinadas cuestas por la parte trasera de la ciudad hasta el antiguo convento de la Soledad, desde donde se dominan los tejados de toda la villa y el cauce del Deva. Frente a su fachada hay un frondoso árbol de fresca sombra bajo cuyas hojas descanso un rato del esfuerzo de la subida, porque chaval ya no soy. Es este un lugar idílico que, como tantos otros en el País Vasco, parece haber quedado trabado en los espinos del tiempo.
Antiguo convento de la Soledad.
Desde aquí, bajo a la fresca y arbolada orilla del Deva, no sin echar un vistazo a Rosaura, que sigue intacta y a la sombra. Desde uno de los puentes del río se divisa, en contraste con el bosque de la ladera, la parroquia de Santa Marina, testigo del famoso abrazo entre los dos ejércitos combatientes.
Río Deva y parroquia de Santa Marina al fondo.
Me encamino hacia allí, para hollar con mis propios pies el escenario de aquel encuentro… o de aquella traición.
Y es que en la primera mitad del s XIX la paz y prosperidad que disfrutaba Vergara, reflejada en la abundancia y riqueza de sus palacios y edificios, se interrumpieron al verse involucrada en las guerras carlistas y ser principal escenario de algunos de sus acontecimientos. Cuenta la historia que, a la muerte de Fernando VII, la región se encontró dividida entre los liberales, partidarios de su esposa la regente Cristina, y los carlistas, en apoyo de su hermano el príncipe Don Carlos. Fiel en una primera batalla al bando liberal, la villa no tardaría, sin embargo, en rendirse sin resistencia a los carlistas, quedando bajo el mando del general Maroto. Sin embargo, a medida que los liberales fueron avanzando en otros frentes y que las calamidades se adueñaban de Vergara, empezó a plantearse la conveniencia de llegar a un acuerdo que pusiera fin a esa guerra fratricida, de modo que se estableció una vía de diálogo entre los generales de ambos ejércitos que batallaban en la región, quienes finalmente acordaron el mentado pacto, por el cual los carlistas rendían sus armas al general Espartero a condición de que la corona respetase sus fueros, que los liberales querían abolir. Y este acuerdo, firmado en el palacio Irizar como queda dicho, fue sellado pública y teatralmente con el abrazo de ambos generales a las afueras de la villa, junto a la iglesia de Santa Marina.
El Deva a su paso por el “campo del abrazo”,que quedaría a la izquierda.
Y es ese acuerdo al que Valle-Inclán, o acaso sólo alguno de sus personajes, se refiere como la traición de Vergara, al entender que la causa carlista fue de esa forma traicionada. Queda por fin, gracias a esta visita, aclarada la incógnita que para mí encerraron durante años las palabras del escritor gallego, y disipado el simple misterio que contenían. Cumplida la misión, ya sólo me resta volver. Pero antes, como es mi costumbre, busco un lugar agradable donde pedir vino y pincho. Lo encuentro en la casa de Aróstegui, donde devoro con fruición el trozo de tortilla, sentado a una mesa bajo la sombra de un frondoso árbol. Esta vez, para variar, he pedido una pepacola.
Palacio Laureaga.
En el extremo oeste del campo del abrazo se encuentra este palacio Laureaga, construido por el linaje Izaguirre en el s XVI. En la reja de una de sus ventanas hay esta inscripción: “Ni la busques ni la temas”, refiriéndose a la muerte. Bonito lema bajo el que vivir, para quien sea capaz de ello.