Cuando el montón le parece suficiente se mete debajo del camión y sitúa la lámina bajo la chapa que protege al cárter. Tumbado en el suelo como está, de costado, el frío es aún mayor. Apila cuidadosamente la madera seca sobre las virutas y, encima de ella, coloca algunas de las ramas de abeto. El resto de la leña la sitúa cerca, al alcance de la mano. Por último, se hurga en uno de los bolsillos para coger las cerillas. Está en una posición incómoda y no encuentra en el espacioso bolsillo la cajita prismática. Busca en los otros bolsillos y tampoco la localiza, así que decide quitarse la manopla de la mano izquierda para palpar mejor. Pero no la encuentra. Se enfada consigo mismo por su falta de previsión. Tendrá que salir fuera, levantarse y rebuscar bien por todos lados. La postura tan incómoda lo enoja aún más y se endereza para cambiar de costado pero no calcula bien y se golpea la cabeza con la esfera de la corona. El golpe lo hace renegar. Vassily es un hombre temperamental y no le gusta meter la pata tontamente. Sin pensarlo dos veces estira el brazo izquierdo y hace presa en una barra del chasis para deslizarse fuera del camión. Al tirar siente el mordisco intenso del frío y se da cuenta del error que ha cometido.
La barra está tan fría que la piel, ligeramente húmeda por el calorcillo de la manopla, se ha adherido a ella como si estuviera soldada con pegamento de contacto. Sin embargo, Vassily intenta abrir la mano y despegarla, pero no puede: la mano le ha quedado casi completamente apresada, desde las yemas de los cuatro dedos largos hasta el arranque del pulgar, pues la barra es gruesa. La yema del pulgar, al sobreponerse ligeramente sobre las uñas de los otros dedos, le ha quedado libre. Intenta desprenderse haciendo fuerza con el brazo, pero la piel de la mano se le estira como si fuera un guante de goma. Tira un poco más, ayudándose con el cuerpo, y de repente siente un chispazo de dolor que lo deja mareado y sudoroso. Cierra los ojos e intenta calmarse. Ahora todo está negro. Tranquilízate hombre, se dice, y espera que aclare.
Piensa en el verde de su tierra cultivada, cuando apuntaban las primeras hierbecillas formando una como alfombra brillante que todo lo cubría. Se tumbaba en mangas de camisa, con los brazos estirados en cruz y miraba al cielo azul cruzado por algunas nubes de algodón. Ahora también está boca arriba, tumbado sobre la nieve ingrata y esposado a una barra de hierro. Debe conseguir que ese alocado corazón, que tan bien le ha respondido a lo largo de los años y los innumerables esfuerzos, acompase su palpitar. Tiene dos caminos: uno pasa por lograr encender un fuego bajo la barra para calentarla y poder zafarse; el otro es más drástico y pasa por el dolor y el sufrimiento. Bueno, casi siente escalofríos de pensar en ello, porque no sabe si será capaz de juntar la voluntad necesaria para llevarlo a cabo. Es mejor concentrarse en el fuego.
Sus pies apuntan al morro del camión. La pila de madera está cerca de su pie derecho, que la ha golpeado inopinadamente y la ha deshecho. Su mano derecha la tiene libre, enfundada en el mitón. Estirándose mucho podría alcanzar la pila. Si no consigue librar su mano no podrá soportar la noche. Vassily concentra su pensamiento en buscar la caja de cerillas entre la ropa. Repasa mentalmente cada bolsillo y cada hueco hasta que por fin las localiza. Arquea el cuerpo ayudándose de la mano prisionera e introduce la otra entre el anorak y el pantalón del mono hasta alcanzar el bolsillo de la cadera. Allí está. Su mirada brilla al contemplar el pequeño objeto que sostiene entre la pinza que dibuja la manopla. El siguiente paso será encender el fuego justo debajo de la barra que lo esposa al vehículo y para ello debe desplazar la plancha de hierro y la madera hacia arriba y pasarlas por debajo de su cuerpo, desde la derecha hacia la izquierda. Vuelve a colocar las cerillas en un bolsillo, esta vez más asequible, y se concentra en la tarea. El dolor que siente en la mano izquierda va aumentando y se cuela con insistencia entre sus pensamientos, desviando la atención de lo que hace.
Tarda un rato en conseguir apilar nuevamente la madera y dejarla lista para encender, aunque un tanto desordenada, casi sin virutas, que se han volado, y escasa de leña seca. El cuerpo se le enfría rápidamente y la mano no resistirá mucho sin congelarse completamente. Muchas veces le han explicado los síntomas de la congelación y él mismo ha podido apreciar sus efectos en otras personas. Primero se siente un hormigueo acompañado de dolor y enrojecimiento de la piel, después esta se hinchará y se volverá blanca y rígida, habrá entumecimiento y podrían aparecer ampollas. Por último, se congelarán los vasos sanguíneos, los tendones y los nervios, los músculos e incluso los huesos, y el tejido muerto se ennegrecerá y se gangrenará.
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