
En el amplio muestrario de implicados en casos de corrupción de que dispone el PP valenciano, hay dos figuras que, por su simetría con la estrella del desfile, que no es otro que el presidente de la Generalitat, y por la idiosincrasia que expresa su comportamiento, destacan entre las demás. Uno al norte, el otro al sur, Carlos Fabra y José Joaquín Ripoll escoltan a Francisco Camps en una terna perfecta de lo corrupto, ejemplo redondo y cabal de cómo no se debe actuar en la vida pública. Pero ambos exhiben un desenfado del que no ha sido capaz el jefe del Consell, siempre tenso y receloso, al manejar su condición de imputados. Hay que reconocerle a Fabra su irrupción pionera en la construcción de ese emblema de la delincuencia política en que se ha convertido el poder valenciano. Hubo un tiempo en que el presidente de la Diputación de Castellón dio nombre, él solo, a la incipiente corrupción política. Y eso le da galones, aunque solo sea por la veteranía. Después vinieron Gürtel, Brugal, Emarsa... A Ripoll, por su parte, aunque más novato en los juzgados, no se le debe escatimar lo expansivo del enredo de favores, prebendas, regalos y malversaciones en que lo ha situado la investigación policial.

Tras la declaración, el próximo lunes, de Luna ante el TSJ se verá cuál es el recorrido de la querella de los populares, basada en un relato de hechos que parece cogido por los pelos. Lo que no hay que pasar por alto es que, en el alborotado gallinero de la corrupción, los dos gallos provinciales, ¡vaya pareja!, han salido a advertir que todo aquel que denuncie la corrupción se atenga a las consecuencias.
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