La primera semana de abril se ha presentado descarnada en acontecimientos que nos revelan, por si se nos había olvidado, la naturaleza cruel e hipócrita del ser humano, tanto en guerra como en la “paz” de la confrontación política. Así, hemos presenciado estos días las imágines de un episodio, otro más, de lo que acontece en Siria y, como buenos actores, hemos adquirido el semblante de alarma por la matanza indiscriminada de civiles -hombres, mujeres y niños, sobre todo niños-, bombardeados con armas químicas. Los cínicos dirían que así es la guerra y que se libra para matar y aniquilar al enemigo y atemorizar hasta la rendición a la población. Nada nuevo en cualquier guerra, como demostró Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki. Pero los que, aceptando su sangrienta violencia, intentan que se respeten ciertas normas, ciertas limitaciones, aseguran infructuosamente que no todo vale en una guerra, por muy fraticida que sea, y no es lícito matar a gente inocente atrapada en medio de las hostilidades. Y denuncian que gasear a civiles no es un acto de guerra sino un crimen de masas que la justicia y la política, si es que existen, habrán de castigar cuanto antes. Lo malo es que, en Siria, los criminales asesinos son muchos y no todos, sobre todo los más poderosos, están sobre el territorio sino en otros países desde los que teledirigen una contienda geoestratégica a varias bandas, incluida la de la barbarie contra la civilización. De hecho, Rusia impone su veto a cualquier resolución de la ONU que pretenda condenar al régimen de Bachar El Asad como autor del ataque químico. Este mandatario, como tantos dictadores y sátrapas habidos y por haber, consiguen su fortaleza como peones de una partida geopolítica a nivel mundial, de la que son apartados y combatidos cuando ya no sirven a la causa que los encubra y protege. Abundan los ejemplos por doquier. ¿Y los Derechos Humanos? Son negociables como un lujo al alcance de sólo los pocos privilegiados que puedan permitírselos.
En esta partida endemoniada, Rusia tampoco se libra de las consecuencias de ser un actor protagonista en el escenario internacional y, al igual que Londres, Madrid, Nueva York, París, Bruselas y cualquier otro lugar aleatorio, se convierte en diana de la respuesta desesperada de unos radicales que la emprenden con bombas allá donde y cuando pueden. He escrito radicales y no islamistas porque radicales hay de muchas tendencias y todas se distinguen por el fanatismo asesino de sus actos. Y como es imposible poner un policía detrás de cada ciudadano, estos “lobos solitarios” tienen fácil colocar un artefacto explosivo en cualquier lugar público atiborrado de transeúntes para provocar una tragedia. O lanzarse con un camión contra las personas para atropellar al máximo número posible de ellas. El fanatismo lunático no se para en cuestiones morales ni ante víctimas inocentes. Luchan contra todos porque todos somos considerados verdugos e infieles que les impiden, en nuestros países, con nuestros estilos de vida y con nuestra cultura, alcanzar sus objetivos, sean estos religiosos, económicos o políticos. San Petersburgo ha sido el último botón de muestra de esta guerra sin cuartel del terrorismo mundial, por muchas bombas que Rusia ayude a tirar en Siria, en Chechenia o en Ucrania. Lo malo es que, tras la etapa multilateral y dialogante de Obama, el nuevo inquilino de la Casa Blanca, el del flequillo imposible y la corbata desmesurada, está impaciente por intervenir con más contundencia en este avispero del yihadismo, siguiendo los consejos de su asesor más extremista e islamófobo, Steve Bannon. Se auguran, por tanto, nuevos estallidos de intransigencia mortal en cualquier lugar del mundo.
Pero radicales obsesionados con poseer la verdad absoluta los tenemos también en casa y no se apean de sus creencias, aunque estas hayan sido rebatidas por la realidad y sancionadas y condenadas por los tribunales de justicia. Tanto es así que todavía el expresidente José María Aznar mantiene que su apoyo incondicional y entusiasta a la guerra de Irak fue un acto de patriotismo y un alineamiento con los aliados de nuestros “valores”, como Estados Unidos, Portugal y Reino Unido. Dice sentirse orgulloso de la “foto de las Azores”, en la que comparte encuadre con los líderes de estos países antes de embarcar a nuestro país en un conflicto declarado ilegal por esa ONU a la que Rusia impide hoy actuar. En una reciente entrevista informal y dicharachera de televisión, emitida durante esta semana infame, nuestro inefable líder del conservadurismo más rancio afirma entre fogones que repetiría aquella foto cuantas veces fuera preciso, sin someterla a la más mínima reflexión crítica ni condicionarla a ninguna precisión histórica, negándose incluso a reconocer que las repercusiones de su obsesión y las mentiras propaladas para encubrirlas nos trajeron unos niveles de violencia jamás conocidos en España, donde ETA campaba por sus fueros mediante tiro en la nuca y coche bomba durante décadas. Es lo que tienen los fanatismos de cualquier pelaje: son sumamente peligrosos y sus consecuencias las pagan inocentes que nada tienen que ver con ellos. Encima, hay que reírles la gracia por saber cortar un tomate o conducirnos a una guerra.
No se inmutan por nada. Precisamente este líder y cofundador de un partido carcomido por la corrupción acaba de ver cómo otro de sus amados dirigentes, siguiendo la estela de Matas, Camps, Fabra, Barberá, Granados, Bárcenas y muchos otros, Pedro Antonio Sánchez, presidente de Murcia, se ha visto forzado a dimitir al estar imputado en varias causas penales y perder, por ello, los apoyos necesarios para afrontar con éxito una moción de censura presentada por los socialistas en el Parlamento regional. La lista no termina de crecer. No se sabe cuántos casos de corrupción puede soportar el Partido Popular hasta verse severamente castigado por los ciudadanos y dejar de ser el partido más votado de España. Parece que su aguante es infinito, gracias a lo cual sigue gobernando. Todos sus tesoreros en democracia han sido cuestionados por la Justicia, el partido como tal ha sido el primero y único que está siendo investigado por financiación irregular, su actual presidente y presidente, al mismo tiempo, del Gobierno figura en papeles comprometedores de una Caja B ilegal que llevó a la policía a registrar la sede nacional, muchos de sus líderes regionales, como los citados anteriormente, han sido pillados y condenados por corrupción mientras estaban en el poder, hasta la boda “imperial” de la hija del mismísimo Aznar estuvo arropada por los personajes más siniestros de la mayor trama de corrupción que ha asolado este país, y toda la demás podredumbre que exuda esa formación no ha resultado suficiente para que pierda la confianza de los que consideran al Partido Popular como la derecha que conviene a España, con su intransigencia política y su ideología retrógrada, capaz de hacernos comulgar con la religión en las escuelas y derramar su conmiseración con los restos del franquismo, al que no condena, pero inmisericorde con sus víctimas, a las que continuamente tilda de actuar por venganza. Por eso se niega a desenterrarlas de cunetas y fosas comunes y de impulsar una reconciliación que restablezca la dignidad de tantos inocentes vencidos y humillados, aunque no olvidados. Ese es el partido que nos gobierna y del que surgen líderes como el engreído Aznar, el que hablaba catalán en la intimidad y con acento tejano ante sus ídolos, insobornables en su iniquidad.
Es el mismo partido que sostiene a un Gobierno que, viéndose en esta coyuntura con minoría parlamentaria, presenta unos Presupuestos Generales del Estado en el que todas sus partidas se reducen en distintos porcentajes, excepto las de Defensa, justo las que Trump ha exigido incrementar. Y como disciplinados subordinados, alineados con nuestros aliados como Aznar recomendaba, nos disponemos a gastar más en lo militar y menos en parados, sanidad, educación y pensiones. Es lo que dicta el mercado, estúpido ignorante, y la alta política, esa que se cuece en las alturas entre los grandes estadistas del mundo mundial que gestionan nuestras miserias. El ministro del ramo, Cristóbal Montoro, el que diseña amnistías fiscales para evasores y otros delincuentes, presume de elaborar los presupuestos más sociales de los últimos años. Obvia concretar que se refiere a los años en que nos empobrecieron hasta lo indecible y profundizaron las desigualdades existentes en nuestra sociedad. Comparados con aquellos recortes salvajes y ajustes inhumanos que podaron hasta casi eliminar toda inversión social y desmontaron lo que se conoce como Estado de Bienestar, cualquier euro escaso dedicado a pagar una pensión puede considerarse todo un triunfo presupuestario, aun cuando las pensiones continúan cada año perdiendo poder adquisitivo, siguen disminuyendo las prestaciones por desempleo, las becas son insuficientes en número y cuantía, las ayudas a la dependencia no alcanzan sus objetivos, los empleados públicos no recuperan ni plantillas ni salarios o la inversión en infraestructuras sigue congelada salvo alguna excepción sujeta a negociación política. Es evidente que se nota la recuperación económica de la que se ufana el Gobierno en cualquier declaración, pero la notan las cifras macroeconómicas y los acaudalados, esas elites financieras, políticas y empresariales que siguen recomendando austeridad a los trabajadores mientras ellas incrementan sus beneficios en dos dígitos.
Y es que esta primera semana de abril ha sido descarnada en mostrarnos lo mejor de nosotros mismos, como esa libertad que disfrutamos y que permite condenar a una tuitera de Murcia por publicar unos chistes supuestamente ofensivos sobre un ogro de la dictadura que fue asesinado hace años por ETA, desbaratando así los planes de Franco de dejar atado y bien atado la prolongación de su régimen con un delfín igual de sanguinario. El verdugo del pueblo y victima del terrorismo merece una mayor y más cualificada protección por la ley que el derecho a la libertad de opinión reconocida en la Constitución.
Y si esto sucede sólo durante la primera semana de abril, no quiero ni pensar lo que nos deparará hasta que concluya la primavera. ¡Miedo y sarpullidos me da!